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Arranca L’Apollonide como podría arrancar una película sobre un ejército. Las putas que trabajan en el prostíbulo l’Apollonide bajan desde las habitaciones superiores hacia el gran salón donde se recibe a los clientes. La escalera por la que bajan es una escalera noble, con baranda de madera. El edificio en el que trabajan es una gran casa burguesa. Estamos en París, en el tránsito del siglo XIX al XX.

Descienden las putas por la escalinata y se oye el taconeo como se oirían los cascos de los caballos de un ejército que entra en acción o en escena, que aquí es lo mismo, y ese es el arranque de la película. Y es espléndido. Lo es en su aspecto formal y por lo que ello significa. Porque la película nos sitúa materialmente en lo que va a ser su contenido y en la forma en que va a abordarlo. Las protagonistas son las prostitutas vistas como trabajadoras, y si los trabajadores en la revolución burguesa son vistos como un ejército o una masa, así son presentadas aquí ellas también. Están individuadas, pero no por ello pierden su condición de unidades de un mismo ejército y mercancía. Porque ciertamente encarnan esta doble condición: ellas son a un tiempo trabajadoras y mercancía. Y, como tal, no son sino distintas variantes de un mismo producto en un mercado que, por aquél entonces, aún no había entrado en el juego de la diferenciación del producto. Eran pues las putas un producto muy sofisticado, estaban a la vanguardia del mercado.

¿Y no son acaso las putas el perfecto ejemplo del cuerpo en su doble dimensión, la más puramente material y la más simbólica?

Inmediatamente después, ¿o antes?, quizá antes, antes de los títulos de crédito (mi memoria tiene sus particularidades), el otro registro que la película va a sostener (o viceversa). Si aquél era el más realista o documental, este otro es el de la ilusión, la máscara, la metáfora; el plano simbólico, que en su puesta en escena tiene mucho de operístico. La conexión entre ambos planos: la herida que uno de los clientes deja en el rostro de Magdalena. La cicatriz que le dibuja una imborrable sonrisa. La ilusión de los hombres: la perpetua satisfacción femenina. ¿Y no son acaso las putas el perfecto ejemplo del cuerpo en su doble dimensión, la más puramente material y la más simbólica?

Este carácter de ensayo en torno al cuerpo de la mujer en su condición de mercancía (de lujo, aquí) y de pantalla en la que se proyecta la fantasía masculina, pero también en toda su fisicidad, necesidad y belleza, es sin duda lo más interesante del filme de Bertrand Bonello. Lo hace con un trabajo formal impecable. L’Apollonide es memorable porque es de una belleza exquisita, casi dolorosa. Lo más sorprendente, sin embargo, es el hecho de que, tratándose de una película dirigida por un hombre, no caiga en la típica mistificación masculina de las putas, a la que nunca ha escapado casi ningún autor, no importa de qué género de expresión se trate. Esa que se recrea en su oscura belleza (o fealdad, no importa en este caso) y su placer, oscuro también. Un punto de vista, en definitiva, que no es sino el de sus clientes, puesto que lo son. El de los consumidores que se construyen un relato en torno al objeto que compran, pues ese relato es inextricable de su consumo, forma parte de él. Son incapaces de objetivar ese relato. Carecen de cualquier necesidad o interés en hacerlo. Es más, se sentirían perjudicados por ello. Destruirían su objeto de consumo. Por el contrario, Bonello pone esa mistificación al descubierto. Nos muestra la construcción, la operativa de la puta como epítome de la mujer objeto-de-posesión-y-consumo, de la mujer como objeto de la fantasía y la proyección masculina.

Lo más sorprendente es el hecho de que, tratándose de una película dirigida por un hombre, no caiga en la típica mistificación masculina de las putas.

Para ello, Bonello se sitúa en L’Apollonide como observador externo al tiempo que capta el punto de vista de ellas. En cuanto que observador externo y sensible, por supuesto que Bonello recrea la belleza de esas mujeres, como la del espacio donde viven y trabajan. Ambos son inequívocamente bellos y lujosos, es parte central de su condición, y la sublimación, aspecto central de cualquier experiencia material en torno al lujo con una importante dimensión simbólica. Pero Bonello muestra también otras facetas no sublimables: la rigurosa higiene, los controles ginecológicos -ambos realizados, como el propio trabajo, en total carencia de intimidad. Son, en efecto, mujeres públicas. Una falta de intimidad que se extiende a su vida personal: la casa de citas es un gineceo. Otras facetas cotidianas también dan a ver tanto la materialidad de los cuerpos como su dimensión personal: los almuerzos, las salidas al campo, siempre en común. Agradecemos la belleza de la escena campestre, que se retrate la belleza de las mujeres en un breve momento de libertad.

L’Apollonide contiene también una reflexión en torno a la libertad. Estas mujeres viven, al menos en su dimensión material, probablemente mejor, más cómodamente, que muchas de sus contemporáneas, pero lo hacen en un régimen de casi esclavitud respecto a la dueña del burdel. Las alternativas que se (les) plantean no entrañan en general un gran cambio. O, mejor dicho, están en consonancia con su condición de casi esclavas: esperan a un esposo rico que las manumite, aunque, ciertamente, para pasar a su servicio. Se produce al final del filme un gran salto temporal que nos sitúa en el presente. La protagonista principal, la prostituta con mayor grado de conciencia acerca de su condición y por ello, quizá, la que más sufre o necesita olvidar (no sólo al amante/cliente que la rechaza) en el humo del opio, aparece haciendo la calle. Ella está sola ahora. Parece más autónoma, aunque podría perfectamente no serlo. Es muy probable que haya un proxeneta fuera de campo. La única certeza es que ya no es un objeto de lujo. Ella y su entorno se han modernizado y vulgarizado. Ahora es un objeto de consumo de masas.

Nos queda, o al menos a mí me queda la duda, ingenua tal vez pero necesaria, de si dispone de algún espacio para construirse como sujeto.