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blue jasmine, breaking bad, cine, la vie d'adèle, the counselor, walter mitty
Estas Navidades he ido al cine. He visto The Counselor, La Vie d’Adèle, Blue Jasmine y La vida secreta de Walter Mitty. Y tengo pendiente una nueva cita con Fassbender, que repite a las órdenes de Steve McQueen. Impresiones: Pese al prometedor tándem Ridley Scott – Cormac McCarthy, el mejor cine de acción sigue estando hoy en las series de televisión. The Counselor no está a la altura de Breaking Bad, quizá porque carece de personajes con el carisma de Walter White, su impagable esposa, su cuñado o la mujer de éste. Es cierto que las series ofrecen mucho más espacio para construir esos personajes, para permitirles giros (como la otrora moral señora White reconvertida en blanqueadora del dinero de su esposo, ejecutando su nuevo papel con un celo rayano en el desquicie, al extremo de que el tándem, de una situación dramática evoluciona a una que a mí me resulta casi de ópera bufa, pura astracanada). Ese giro del guión y de los personajes, por ejemplo, que siempre asoma y de pronto se deja ver en distintos momentos de la serie, es una de las marcas de la maestría de la serie de Vince Gilligan: esa facilidad para el cambio de registro, del drama, del horror, al humor más o menos negro. No, The Counselor carece de esa flexibilidad y esa riqueza, de esa capacidad para la sorpresa genuina: nada sorprende, todo es demasiado homogéneo, todo va permanente y constantemente en serio, aún a pesar del histrionismo de personajes como el de Bardem, incluso del de Brad Pitt. Pese al despliegue de recursos fílmicos resulta una película aburrida y poblada de estereotipos, remedos de otros personajes o de sí mismos (Bardem) o de personajes algo pálidos (Fassbender). La comparación no es nada ociosa. Tengo la impresión de que The Counselor va demasiado a la zaga de la serie. No de un modo burdo o descarado, no en su trama, pero si en su aliento, su estilo y hasta su geografía, y no despega, ni de la serie ni de sí misma. De hecho, el cameo de Dean Norris (Hank Schrader, agente de la DEA y cuñado de Walter White) al final de la cinta de Ridley Scott, no hace sino confirmar el tributo.
De la aclamadísima La Vie d’Adéle, de Abdellatif Kechiche, me quedo con Adéle: tan sensible, tan entregada y sincera, tan bella, y con la interpretación de Adèle Exarchopoulos. Fuera de ella, que resulta realmente excepcional, la película es sólo correcta, aunque tal vez la película sea ella, pues no es sino la vida de Adèle, los dos primeros capítulos de su vida, según reza el título completo, su adolescencia y su primer amor (y desamor), su paso de la adolescencia a la vida adulta, con la herida que ello comporta. Por cierto que un elemento que me interesó mucho fue ver al personaje de Léa Seydoux comportándose como un auténtico machito ante la infidelidad de Adèle: egótica y despiada. Su egotismo no puede tolerar el engaño, le hace sentirse terriblemente insegura, pese a que una intuya que ella le ha sido infiel a Adèle primero (sino en cuerpo, en alma, desde luego, ya la ha abandonado), que ya no quiere esa relación de pareja porque necesita tener a una supuesta igual: un espejo en el que contemplarse, y que, aunque no sea de modo consciente, está utilizando esa infidelidad para librarse de ella, porque ella ya ha elegido otra pareja y otra vida aunque Adèle aún no lo sepa.
También adoré a Jasmine, la protagonista de la última entrega de Woody Allen. Y a Cate Blanchet, desde luego, que dota a su personaje de un encanto que no veía desde actrices clásicas como cualquiera de las Hepburn. Jasmine es adorable a pesar de, o precisamente por, ser tan terriblemente superficial, mentirosa… ¡pero lo es tan sincera y felizmente!, sin complejos ni complejidades… aparentes. Porque la falla emerge, ya no cuando su marido se arruina (es uno de esos terroristas financieros que nos han hundido a todos), ni siquiera cuando le es infiel (lo ha sido siempre), sino cuando decide abandonarla como esposa. Porque eso es lo que ella es: la perfecta esposa high class, un bien de consumo de lujo, el complemento que todo hombre poderoso precisa a su lado. Por eso, cuando su marido le anuncia que la deja por una jovencita entra en crisis: una crisis de identidad. Y el modo cómo Blanchet sabe hacer convivir a la esposa perfecta y millonaria y ligera como las burbujas de champán y a la mujer a la que se le ha venido encima toda la tramoya, el modo en que esa especie de Mrs. Hyde emerge en medio de la calle o de una conversación o bajo la ducha sin apenas transición es prodigioso; como es acertado el modo en que Allen construye y hace avanzar toda la película, yuxtaponiendo, de forma simple y sin sofisticación, así como en la realidad acontece, tiempos y parejas: el auge y la rotunda caída, el lujo y la falsedad y endeblez que lo sustenta, en una película que es mucho más gestual que reflexiva, como la propia época que retrata, y que entrega una mirada poco amable acerca de la naturaleza humana y la persistencia de nuestras tendencias e inclinaciones.
Mucho más halagüeña es La vida secreta de Walter Mitty, dirigida por Ben Stiller: una verdadera y gratísima sorpresa, una película felizmente enamorada del cine, del espectáculo, de la sorpresa, de la necesidad de soñar y de darse la oportunidad de realizar los sueños… En fin, de todas esas cosas tan americanas pero llevadas aquí a la pantalla con una gran frescura y mucho talento para la comedia y para el cine. Una película -esta nueva adaptación de un relato breve devenido en clásico- que contiene una abierta crítica nada sesuda (ni pretendidamente) a la virtualidad y a estos tiempos fagocitadores de procesos, oficios, personas y empresas… Por cierto que me encantó el look que regala a los tres tipos listos (es un decir) que van a manejar la transición hacia la versión digital de la mítica revista “Life” (nótese, por favor, la forma abierta y descarada en que se presentan aquí los juegos y los “recados”): gafapastas, con barba poblada e impecable traje sesentero y jerga marketinera. Sí, la verdadera plaga de hoy, disfrazados de modernos pero los auténticos mantenedores del statu quo: que todo cambie para que todo siga igual. Porque, ¿no se lo había dicho?, empiezo a detestar ese look y a los hombrecillos que lo gastan.