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ai weiwei; xavier dolan; navidad; casa; hospitalet; barcelona; apocalípticos; integrados; mommy
24 de diciembre
Ordenar fragmentos dispersos.
Decirle a J.: J., ¿ves?, he actualizado mi blog. Gracias por leerme y por pedirme que lo actualizara.
Entro a ver la exposición de Ai Weiwei en el Palau de la Virreina. No lo tenía previsto. Son las 13.30 y acabo de presentar mi última factura del año en el registro del Institut de Cultura, en otra planta del edificio. No sé nada de este artista salvo que es crítico con el gobierno chino, que una vez cubrió de miles de pipas de cerámica el suelo de la sala de turbinas de la Tate Modern y que está de moda, y sé que albergo el prejuicio de que no sea más que un fenómeno de moda. Pero me gusta. Me gusta él y me gusta la exposición, que me parece muy completa e ilustrativa de lo que hace.
Ai Weiwei es inteligente y sabe mirar pero lo que realmente me fascina es su energía. Weiwei (que creció en campos de trabajo, adonde fueron desterrados sus padres en plena Revolución Cultural, es hijo del poeta Ai Quing) es una fuerza de la naturaleza, con su aspecto robusto, su cabeza esférica, su panza esférica, su barba de chivo o de prócer precomunista; una barba que se afeita, como su cabeza -le afeita un niño- y se pinta los labios de rojo: él mismo elige ser una puta ante la cámara para librarse de la humillación a la que le han sometido en la cárcel.
Ai Weiwei dice: “¿Mi palabra favorita? Acción”.
Dice: “Ser artista implica más un modo de pensar, un modo de ver las cosas; ya no consiste tanto en producir algo”.
Dos frases en apariencia contradictorias. El actúa. Y la acción produce un cambio. Ese cambio, claro, hace ya tiempo que no siempre coincide, ni tiene por qué coincidir, con el objeto artístico entendido en su sentido tradicional. Me quedo con esas dos frases.
25 de diciembre
Despierto el día de Navidad en casa de mis padres. Cuando me he ido, como un ladrón, sin desayunar siquiera, mi madre me lo ha recordado: cuánto tiempo hacía que no dormías en casa de tu madre. Veo a mis padres todas las semanas, incluso más de una vez. Voy a comer a su casa los domingos. Mi madre cuida de mi hijo una tarde a la semana. Y con frecuencia lo dejo a dormir en su casa los viernes o los sábados por la noche. La ausencia de mi hijo, que este año pasa la Navidad con su padre, me pone de nuevo en la posición de hija, como despertarme en la casa familiar. La situación me pide un acuerdo que no siento… Aún no. Hace veinte años que me fui, necesitada como una adolescente -lo era, como tantos otros veinteañeros contemporáneos- de encontrar, más que mi propio camino, mi propia identidad, si acaso no son la misma cosa. Apenas cambié de ciudad. Dejé Hospitalet y me fui a Barcelona. Dejé la periferia y me fui al centro, a la gran ciudad.
Esta mañana, cuando he ido a guardar la cama portátil en la que he dormido en el invernadero (así lo llamamos en la familia pero es uno de esos cobertizos levantados en la terraza), me ha sorprendido el invierno en la cara. El aire era frío y seco y el olor me ha llevado ya no a la infancia en casa de mis padres sino al pueblo castellano de donde procede mi familia paterna. Ha sido un momento hermoso. Brillaba el sol y se veía con nitidez el paisaje de fachadas, azoteas y la torre de la iglesia del centro de Hospitalet. Ese cuadro, entre las decenas de macetas con plantas y flores (algunas tienen flores todo el año) que mi madre cuida con el celo con el que cuida toda su casa era hermoso a pesar de que Hospitalet no es una ciudad hermosa sino mayormente fea o herida y los lugares bonitos que conserva parecen asediados por la fealdad circundante.
26 de diciembre
Leo en Babelia un reportaje que responde al título “Las nuevas letras del dolor”, y aunque no tengo intención de abonarme al masoquismo, me interesa. Habla, sobre todo, de una tal Leslie Jamison, a la que decido que voy a leer, y encuentro frases como ésta: “Las experiencias personales pueden tener un sitio en los ensayos, y eso al final resulta más sencillo que empeñarse en mantenerlo todo separado en compartimentos estancos”. Y también: “(…) se puede escribir sobre sentimientos y dolor y no resultar cursi, ni ñoña, ni morbosa”. La clave está en alcanzar “la precisión, las palabras exactas”. Esa es la clave de la poesía, desde luego. Detesto cuando la gente confunde lo cursi con lo poético. Me parece un despropósito. También dice: “se puede ser abiertamente intelectual y dejar sitio a las emociones”. Y ahí me reconozco. Y esto último: “una de las cosas más atractivas de esta nueva generación es lo poco que parece que le importa cómo va a ser percibida”. Eso, en esta sociedad y siendo mujer, es todo un logro.
Quizá sea el momento de escribir acerca de mi adolescencia y primera juventud. Del tedio, de la decepción, de la desorientación, del dolor… La alegría, la pasión y la risa saldrán de ahí.
29 de diciembre
Anoche fui al cine a ver Mommy, de Xavier Dolan. Soy de las que digo sí, me parece un gran melodrama contemporáneo, con su cuadro vertical y sus excesos dramáticos y formales. ¡Sí, sí, sí!