luna en el plato en blog eva muñozHoy

Llueve.

Publico en mi blog en domingo por la tarde, como hacía IN.

Ayer

La noche era tan hermosa. La luna latía queda y parecía estar muy próxima y brillar para nosotros, todos reunidos en la terraza abierta a la noche y a la arena como si se abriera a una naturaleza amable. A un pequeño abismo de juguete. Parecíamos jóvenes y hermosos y creo que durante unas horas lo fuimos.

Hoy

Un desayuno. Mis padres entonces eran tan jóvenes que tenían amigos universitarios. Unos amigos universitarios que estudiaban el doctorado en la universidad de Montpellier. Era la segunda vez que yo salía de España, pero la primera había sido a Portugal, a un mundo extraño donde había lugares que parecían el edén del socialismo y otros, fascinantes, que más que antiguos me parecieron míticos: el pueblo silencioso en el que rugía el Atlántico, en el que todo parecía de piedra, también el matrimonio de pescadores que nos dio de comer en el comedor de su casa, el caos y la miseria a la entrada de Oporto, los adolescentes que engañaron a mi padre vendiéndole una botella de whisky que resultó ser de agua, los pesados cortinajes de terciopelo granate en aquel hotel decimonónico, decrépito, pero que a mí me comunicó la idea del lujo como si hubiera entrado en el Hermitage.

Un desayuno. Y ya todos los desayunos posteriores han sido la búsqueda de aquél. Porque así como aquella habitación de hotel hizo entrar en mí la idea de lujo y decadencia y fascinación como experiencias vinculadas de las que ya no he podido desprenderme, aquel desayuno ha permanecido como imagen o símbolo de otro descubrimiento vital (que luego conocería remembranzas en casa de CV, en casa de CR): quién quería ser (o quizá quién era yo) y dónde quería estar. Yo quería amanecer en una habitación llena de luz tras un viaje (el viaje en tren, la salida desde la estación de Francia que, tal y como ahora la recuerdo, me pareció tan vetusta, o remarcó esa idea nuestro paso por la oficina de los funcionarios de renfe o de la guardia civil, no logro discernir en mi recuerdo si eran unos u otros, que nos exigían un libro de familia que mis padres no llevaban encima, hubo que retrasar el viaje). Amanecí en un apartamento con muebles sencillos de madera y la luz blanca del otoño francés, una luz más fría que la de aquí. Desayunamos tarde y perezosamente. Zumo, café con leche, pan, queso brie que me pareció delicioso y que yo no había comido en mi vida y unas galletas rellenas de chocolate que eran más grandes que las de aquí. ¿Cómo decirlo? Aquella vida tenía más calidad que la de aquí. Creo que allí descubrí lo que para mí era la cultura y creo que lo más importante que pasó es que lo quise, quise aquella vida, descubrí que para mí eso era lo que tenía sentido. La cultura, por cierto, nada tenía que ver con la erudición sino con la vida buena, y con un orden de las cosas que no venía dado desde fuera sino desde dentro.

Luego lo olvidé. O mejor dicho, olvidé quién era yo. Y he tardado muchos años en recordarlo o en comprenderlo o en aceptarlo. En reconocerme. Pero el estómago, como los elefantes, nunca olvida.