MO dice: a Madrid hay que ir a ver pintura, a ver el cielo y a tomarse unas cañas con los amigos. Y eso hice… Aunque MO, entonces, aún no me lo había dicho.
El libro llevaba años en mi librería. Había resistido más de una purga, pero no lo había leído. Las escasas veces en que lo había abierto, no me había interpelado. No le había llegado su momento. Ahora entiendo que su momento era éste. Como el mío.
La noche en que abrí el libro y encontré mi sueño, un sueño reciente profundamente angustioso, me dio un vuelco el corazón. Sentí miedo. Pero fue el miedo que produce el descubrir la trama subterránea las cosas. Al miedo le sucedió una gran tranquilidad. Y la certeza de haber cambiado de lugar, de haber traspasado un umbral… De pronto, todo lo sucedido en este difícil mes de julio cobraba sentido.
También la emoción que sentí mirando el cuadro “David vencedor de Goliat” de Caravaggio en el museo Thyssen. David, cuya expresión es de profundo compromiso con su cometido. Eso fue lo que me emocionó. No tiene cara ni temerosa ni de victoria, sino que muestra una gran concentración. Es costoso, pero ahí está, sin la menor duda, la cabeza de “la bestia” yace en el suelo. A diferencia de cómo retratan otros pintores la cabeza de Goliat, más cercana a la cabeza de una escultura, aquí no hay duda de que es la de un hombre, un hombre fuerte y cruel, que ha sido derrotado. Pero yo miro y honro el rostro y la expresión de David, que es la de la rendición a sí mismo y no al enemigo, a su cometido, a su destino. El rostro de quien se entrega, seria y humildemente, con determinación y coraje, a su tarea, la que quiera que sea, libremente elegida.
Me conmueve también el cuerpo joven y perfecto de “San Juan Bautista en el desierto”. Está en la cima de su juventud y su belleza, y esa blancura de la piel es el heraldo del propio tiempo inclemente que la amenaza, que la arruinará… Ese esplendor en trance de desaparecer y esa expresión obstinada de San Juan Bautista, resistiéndose, son profundamente conmovedores. No es la expresión de David, sin embargo, es un mohín de juventud. Ahí reside su fuerza, pero aún no ha aprendido a dirigirla.
Y me emociona la blancura de la piel del joven que se muestra en escorzo en el cuadro “Los músicos”. Es esa precisa blancura de los cuerpos de Caravaggio, su tersura, su morbidez (además de la expresión del rostro de David) la que me hace sentir el tiempo, o la fragilidad humana y la dignidad de la resistencia frente a todo lo que se le opone. Resultan conmovedores los rostros de los otros dos jóvenes, su ensoñación, su expresión dulcemente interrogativa, pero casi invitarían a levantarles nuestra voz adulta, a decirles: “¡atentos!”. Es el cuerpo del muchacho en escorzo el que más hondamente me conmueve, se aplica en leer la partitura, está concentrado mientras expone su delicado y blanquísimo hombro al público, su corazón, apenas protegido por el brazo… Recordándonos, quizá, que hay que aceptar el riesgo. Uno debe de rendirse humildemente a su tarea, estar atento, aprender a canalizar la creatividad y la fuerza… pero hay que saber aceptar el riesgo. Es parte del trato.
Pasé el día siguiente en el Prado, viendo otros cuadros de los grandes maestros. Contemplando toda la belleza y la verdad que contienen, conversando con ellos, tomando notas en mi cuaderno, como si todo aquel día fuera un reconocimiento y una reconciliación conmigo misma, con la que soy y como soy: la que mira atentamente las obras de creación y dialoga con ellas, la que crea también en conversación con los otros, con algunos otros, con quienes la interpelan. Y podría traer aquí a colación algunas de aquellas obras, un maravilloso “bodegón con cacharros” de Zurbarán que no conocía y que me transmitió una gran serenidad, y tantas otras obras de Velázquez, de Goya, de José de Ribera, de El Greco, de Rubens… Me sentí bendecida. Fue una mañana muy hermosa. Fue sanador.
De un viaje a Madrid
31 domingo Jul 2016
Posted Arte, Cultura, Una habitación propia
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