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cold war en blog eva muñoz

Ayer vi Cold War, de Pawel Pawlikowski. Nada que reprochar. Al contrario, es una película impecable, bellísima. Bellísima es la fotografía, el blanco y negro, perfectamente justificado, muy adecuado a esa Polonia tras el telón de acero o al París canalla de los clubes de jazz de los años cincuenta y sesenta. Bellísimos son los protagonistas, conmovedores en su tragedia amorosa y personal. ¿Cómo no conmoverse ante cuerpos y rostros tan bellos? Hablo en serio, la belleza no es gratuita. ¿Cómo no conmoverse ante esa pareja tan atractiva y joven y deseante y tan torpe y desventurada (incluso un poco más, como su belleza) como todos nosotros para gestionar el amor? Hablo completamente en serio, aunque ironice. ¿Cómo no conmoverse ante esa cruel, arbitraria y ridícula invasión de la intimidad y de la libertad individual por parte del estado? El modo en que la aventura amorosa de la pareja protagonista resulta fatalmente condicionada por el devenir político de su país resulta profundamente conmovedor, y ahí ya no cabe ironía ninguna. Cómo algo tan frágil (y tan contundente a un tiempo), tan sujeto a sutiles equilibrios y desequilibrios como el amor, resulta violentado por algo de naturaleza completamente ajena, mucho más ciego y brutal que la voluntad de los protagonistas.

De hecho, los dos aspectos más notables de la película son esos: ver el modo en que las circunstancias históricas, la dictadura comunista en este caso, pueden llegar a invadir la historia personal (algo que es mostrado con naturalidad y sin subrayados), convirtiendo una pasión amorosa que podría haber resultado más o menos desventurada por esa dificultad que tenemos todos nosotros para saber amar bien, en algo trágico mucho más allá de nuestras limitaciones. El otro aspecto es justamente la ambientación histórica, que me parece impecable (ya me lo pareció en Ida, su anterior filme). En los pocos interiores y exteriores que necesita para construir un mundo, el cineasta ofrece lo que me parece una imagen muy convincente y verdadera de lo que debió ser la Polonia comunista en aquellos años: su color (o la ausencia de él), su atmósfera, y esa pronta deriva hacia el culto a los líderes, esa sustitución de la realidad por la fantasmagoría tan propia de los regímenes totalitarios o esa creación de una nueva élite, que aquí no estaba vinculada a la jerarquía económica sino a una nueva jerarquía de partido. Hay un tercer aspecto magnífico: el sonido y la música de la cinta, central además en la trama.

Y sin embargo, lejos como estoy de los treinta años y más bien cerca del final de los cuarenta, me doy cuenta de que toda esa conmovedora y al fin estéril pasión amorosa, ese fuego en el que los protagonistas consumen sus vidas, me conmueve, sí, pero me interesa más bien poco en estos momentos. Cerca del final de los cuarenta, me interesa más, cómo decirlo, el encuentro entre la realidad y el deseo o, más bien, entre el deseo y la realidad, de qué modo seguimos amando y deseando ante una realidad limitada por el tiempo y las circunstancias, por todo lo que ya sabemos, por la falta de belleza o una energía que ya no se derrocha impunemente como antaño… O tal vez siempre ha sido así y yo sólo ahora lo entiendo.