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El último libro de la escritora y editora Elisabet Riera es un ensayo de claro aliento poético que se adentra en el universo de las criaturas aladas. En mi última colaboración para el Cultura/s de La Vanguardia, escribo sobre él.

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Conviene dejarse crecer las alas o emplumarse metafóricamente la frente para adentrarse en la lectura de Los alados: un libro que disfrutarán los amantes de la poesía, la mitología y la literatura no sometida a la férrea distinción de los géneros pero desconcertará a los muy cartesianos en todos los órdenes de la vida y la escritura. El nuevo libro de la escritora y editora Elisabet Riera (Barcelona, 1973) es un ensayo de claro aliento poético que se adentra en el universo de las criaturas aladas en tanto que mediadoras entre lo terreno y lo celeste, lo mundano y lo divino. Resulta curioso que en un libro como este se cuele también la autorreferencialidad o la narrativa personal, pero lo hace. Y es que parece que la inclinación de la autora hacia los pájaros y otras criaturas aladas anida en los paseos de su infancia junto a su padre Ramblas abajo, hasta un puesto frente a Las Golondrinas donde un pequeño pájaro al que la escritora llamaría Tiresias adivinaba el futuro a los paseantes.

A partir de ese primer recuerdo, la escritora hilvana una indagación que va de las artes adivinatorias del propio Tiresias mitológico y la dicotomía e implicaciones entre ver con los ojos del rostro o los del alma, hasta el mito del ave fénix como símbolo del ciclo de la vida y sus sucesivas muertes o caídas, pasando por una suerte de taxonomía o recorrido a través de las criaturas con alas en tanto que expresión de la imaginación y mediadoras entre lo humano y lo divino. Una exploración que incluye sus derivas hacia los ámbitos semántico y etimológico, simbólico, histórico y científico y en la que el canto, el vuelo y el aire muestran su vecindad, donde descubrimos por qué ese Eros dulce y amargo tiene alas o cómo el pájaro es brújula todo él, por entero, lo que explicaría que una becasina de cola barrada (en realidad lo hacen 70.000 cada año) pueda migrar de Alaska a Nueva Zelanda, volando casi nueve días consecutivos sin parar, siguiendo una “carretera aérea” que solo puede ver con su ojo derecho, el que deja abierto mientras duerme y vuela al mismo tiempo. Acierta la autora con la elección del registro lírico en un libro que reivindica la metáfora y el símbolo no solo por su dimensión estética sino como vía de conocimiento y de acceso a lo inefable, también con el registro personal, no siempre con el más descriptivo y en especial con cierto afán exhaustivo que perjudica al ritmo y, justamente, al vuelo del texto. Anima a Riera la voluntad de impugnar la arrogancia de un progreso que se ha olvidado de la poesía y de que los humanos somos mamíferos que nos contamos historias nacidas al fuego de la imaginación.

Un libro que es al fin la confesión de la autora de una experiencia personal: su propia “muerte y resurrección”; el largo viaje o la larga noche pétrea que hubo de atravesar hasta que sintió el despuntar de sus propias alas, que no son otra cosa que la capacidad de recuperar la escucha, el canto, la lengua materna, la libertad interior. Devenir pájaro o poeta o ala.