El último libro de la escritora y editora Elisabet Riera es un ensayo de claro aliento poético que se adentra en el universo de las criaturas aladas. En mi última colaboración para el Cultura/s de La Vanguardia, escribo sobre él.
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Conviene dejarse crecer las alas o emplumarse metafóricamente la frente para adentrarse en la lectura de Los alados: un libro que disfrutarán los amantes de la poesía, la mitología y la literatura no sometida a la férrea distinción de los géneros pero desconcertará a los muy cartesianos en todos los órdenes de la vida y la escritura. El nuevo libro de la escritora y editora Elisabet Riera (Barcelona, 1973) es un ensayo de claro aliento poético que se adentra en el universo de las criaturas aladas en tanto que mediadoras entre lo terreno y lo celeste, lo mundano y lo divino. Resulta curioso que en un libro como este se cuele también la autorreferencialidad o la narrativa personal, pero lo hace. Y es que parece que la inclinación de la autora hacia los pájaros y otras criaturas aladas anida en los paseos de su infancia junto a su padre Ramblas abajo, hasta un puesto frente a Las Golondrinas donde un pequeño pájaro al que la escritora llamaría Tiresias adivinaba el futuro a los paseantes.
A partir de ese primer recuerdo, la escritora hilvana una indagación que va de las artes adivinatorias del propio Tiresias mitológico y la dicotomía e implicaciones entre ver con los ojos del rostro o los del alma, hasta el mito del ave fénix como símbolo del ciclo de la vida y sus sucesivas muertes o caídas, pasando por una suerte de taxonomía o recorrido a través de las criaturas con alas en tanto que expresión de la imaginación y mediadoras entre lo humano y lo divino. Una exploración que incluye sus derivas hacia los ámbitos semántico y etimológico, simbólico, histórico y científico y en la que el canto, el vuelo y el aire muestran su vecindad, donde descubrimos por qué ese Eros dulce y amargo tiene alas o cómo el pájaro es brújula todo él, por entero, lo que explicaría que una becasina de cola barrada (en realidad lo hacen 70.000 cada año) pueda migrar de Alaska a Nueva Zelanda, volando casi nueve días consecutivos sin parar, siguiendo una “carretera aérea” que solo puede ver con su ojo derecho, el que deja abierto mientras duerme y vuela al mismo tiempo. Acierta la autora con la elección del registro lírico en un libro que reivindica la metáfora y el símbolo no solo por su dimensión estética sino como vía de conocimiento y de acceso a lo inefable, también con el registro personal, no siempre con el más descriptivo y en especial con cierto afán exhaustivo que perjudica al ritmo y, justamente, al vuelo del texto. Anima a Riera la voluntad de impugnar la arrogancia de un progreso que se ha olvidado de la poesía y de que los humanos somos mamíferos que nos contamos historias nacidas al fuego de la imaginación.
Un libro que es al fin la confesión de la autora de una experiencia personal: su propia “muerte y resurrección”; el largo viaje o la larga noche pétrea que hubo de atravesar hasta que sintió el despuntar de sus propias alas, que no son otra cosa que la capacidad de recuperar la escucha, el canto, la lengua materna, la libertad interior. Devenir pájaro o poeta o ala.
El Cercle de Cultura de Barcelona reunió el pasado 20 de octubre a algunas figuras de referencia para dar su punto de vista sobre el papel de la cultura en las últimas cinco décadas. Lo cuento en una crónica publicada en el Cultura/s de La Vanguardia dentro del monográfico que con motivo de los cincuenta años del inicio de la Transición ha dedicado al binomio cultura y democracia.
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Explorar el papel de la cultura en la consolidación de la democracia en España era el objetivo de la mesa redonda que se celebró el pasado 21 de octubre en el barcelonés Cercle de Cultura. Moderaba el acto el periodista cultural, escritor y coordinador de este suplemento Sergio Vila-Sanjuán, quien recientemente publicó Cultura española en democracia (Destino), un breve ensayo en el que defiende la sustantiva aportación de la cultura a la democracia en España y explora las relaciones entre ambos ámbitos cuando se cumplen cincuenta años del inicio de la Transición.
Para ahondar en el binomio y ver cuáles son los retos tecnológicos, económicos, sociales y políticos que hoy encara, participaban en el diálogo destacados actores culturales del país. Jesús Badenes, director general de la División Editorial del Grupo Planeta; Ainhoa Grandes, presidenta de la Fundación Macba, y Laura Cendrós, presidenta de la Fundación Amics del MNAC, respondieron, por este orden, a las cuatro preguntas que Vila-Sanjuán les formuló y cuya síntesis recogemos más abajo: cuáles han sido las principales tendencias a lo largo de estos cincuenta años en los respectivos ámbitos culturales; qué autores destacarían; cuál ha sido el papel de España en el contexto internacional y en qué se podría mejorar. No pudo acudir al encuentro por problemas de última hora Daniel Martínez de Obregón, presidente del Grupo Focus, quien ha contestado posteriormente a este diario.
JESÚS BADENES La revolución de los lectores El editor arrancó su intervención ofreciendo un dato: en el año 2000, el índice de lectura entre los españoles era del 39,6 %, mientras que actualmente alcanza el 70 %. “Es el índice de lectura más alto que hemos tenido en este país”. Y aunque “ha sido mérito de todos”, si miramos al sector editorial vemos que en una primera etapa el crecimiento se explica fundamentalmente a través de “un cambio en las líneas o contenidos editoriales” que, tras la muerte de Franco, alimentan la incipiente democracia, mientras que ya en los 2000 “es la revolución en los canales de venta la que ha permitido avanzar al libro en la sociedad”. Y así, durante los primeros veinticinco años, “el ensayo y la no ficción experimentan un gran crecimiento”, como también lo hace “la literatura catalana, favorecida por fenómenos como la celebración de Sant Jordi”, pero “también crece y cambia de temas la novela”.
La revolución en los canales de venta que caracteriza la segunda etapa comentada “no la ha protagonizado el libro electrónico o el audiolibro”, tal como se vaticinaba en el cambio de milenio, “sino el comercio electrónico, que hoy supone un 23 % de los libros que se venden en España”. A su lado, la suma del libro electrónico y el audiolibro solo aportan el 7 % de los ingresos del sector. “El otro 93 % corresponde a libros impresos”. De los que, si un 23 % se adquiere a través del comercio electrónico, “el otro 70 % son libros comprados en librerías tradicionales”. De ahí que la apertura de librerías sea otro de los fenómenos de estos últimos años.
La última revolución no la ha protagonizado el libro electrónico, sino el comercio electrónico, que hoy supone un 23 % de los libros que se venden JESÚS BADENES
Aumentar el número de lectores pasaba por extender el hábito de la lectura a todas las capas sociales, es decir, por popularizar la lectura, y eso el fundador de Planeta, José Manuel Lara Hernández, lo tuvo claro cuando creó el Premio Planeta, “una operación que ha permitido que entrara el libro en muchos hogares españoles”, señalaba el editor. Badenes destacó también a algunos autores de la casa que han tenido un impacto cultural y económico muy importante, como Carlos Ruiz Zafón, cuyo libro La sombra del viento , con cerca de cuarenta millones de ejemplares vendidos, ha sido uno de los mayores éxitos de la literatura española en todo el mundo. No obstante, el editor caracterizó el mercado español como “más comprador que vendedor de títulos”, aunque en los últimos tiempos las ventas están aumentando. Alrededor del 30 % de los títulos que se publican en España son traducciones. “Nos interesan las miradas de fuera”, dijo.
En sus conclusiones, Badenes volvió a referirse al “hito” del 70 % del índice de lectura, con una particularidad a destacar: “todas las franjas de edad han accedido a la lectura” y, concretamente, la franja entre los 14 y los 24 años, que ha alcanzado índices de lectura por encima de la media, especialmente entre las lectoras, lo que para el editor no solo es una excelente noticia sino “una cantera muy importante de lectores para el futuro”.
AINHOA GRANDES El impulso de las galerías y de los nuevos museos “Todo lo que ha pasado en el mundo del arte contemporáneo a lo largo de este periodo va muy en paralelo a los movimiento sociales e históricos que hemos vivido”, afirmaba la presidenta de la Fundación Macba. En este sentido, es significativo constatar como cuando fuera de nuestras fronteras se estaba produciendo una auténtica revolución cultural con expresiones tan notorias como el Mayo del 68 y España era todavía un país muy cerrado, una dictadura, “el mundo de la cultura era el único en el que se podía respirar un poco”. Era un momento en que las galerías de arte constituían “auténticos espacios de libertad” –un papel que seguirían jugando durante toda la transición–, y en el que “artistas como Tàpies, Chillida o Millares, que ya estaban reconocidos internacionalmente, eran símbolo de una España culta, moderna y europea” que latía, en este caso, bajo los adoquines del régimen.
Tras el impulso contracultural de los setenta, a lo largo de la década de los ochenta se consolida “la estructura del sistema de arte que conocemos hoy en día”. Un momento clave en ese contexto es el nacimiento de la feria Arco en 1982, “que conecta el arte español con el internacional, especialmente con el latinoamericano”. También a finales de esa década se inauguran los grandes museos de arte contemporáneo del país: el Mncars, el Macba o el IVAM. Y es que “el arte se convierte, literalmente, en la carta de presentación de la España democrática”. La referencia ineludible en la década siguiente es la inauguración del Guggenheim de Bilbao en 1997, que supone todo “un cambio de paradigma: el museo pasa de ser un contenedor cultural a erigirse en motor económico y urbanístico en las ciudades”, lo que impulsará a muchas de ellas a reivindicar una institución cultural que desempeñe esa función.
Con la feria Arco y los nuevos museos, en la década de los ochenta se consolida la estructura del sistema de arte que conocemos hoy en día AINHOA GRANDES
Todo esto cambiará radicalmente con la crisis económica mundial del 2007. El modelo artístico que ha crecido de forma “explosiva” desde los ochenta es “puesto en cuestión”. Las instituciones públicas se dan cuenta de que “ya no pueden depender al 100 % de la Administración” y surgen “nuevos modelos de financiación”. A través de fundaciones como la que ella misma preside, “la sociedad civil se involucra en la financiación”. Grandes concluye haciendo un balance positivo de estos cincuenta años, aunque reconoce que la creciente desigualdad económica tiene su reflejo en el mundo del arte, que ofrece realidades muy dispares.
Critica no obstante cuatro aspectos que señalan otras tantas sendas de mejora. “Hay una falta de continuidad en las políticas culturales”, demasiado dependientes de los cambios de gobierno. “Los artistas trabajan con mucha precariedad y pocas ayudas a la producción y a la internacionalización”. Cree también que hay un amplio margen de mejora en lo que respecta a “la presencia del arte en el ámbito educativo y en los medios de comunicación”. Por último, considera que ha habido poca colaboración entre los distintos agentes dentro del sistema del arte. “Ganaríamos mucho si trabajáramos más alineados”.
LAURA CENDRÓS El papel de la sociedad civil catalana Uno de los elementos históricamente distintivos de la cultura catalana y al que la presidenta de la Fundación Amics del MNAC dedicó buena parte de su intervención es la importancia del asociacionismo y el impulso de la sociedad civil. “Catalunya ha destacado siempre por su asociacionismo, lo que hizo que la sociedad civil fuera motor y financiadora de las iniciativas culturales”. En Catalunya, insistió, la sociedad civil “fue la columna vertebral de la transición”.
Afirmaciones tras las que desgranó un rosario de iniciativas que se dejaron ver en todos los ámbitos de la cultura, empezando por la Fundació Miró, creada por el propio artista y algunos de sus amigos y que abierta en el verano de 1975 parecía anunciar un cambio de época. Pero “tampoco la Fundación Antoni Tàpies o el Macba se habrían podido materializar sin el impulso ni las donaciones de obra de la sociedad civil”.
Destacó también Cendrós la creación del Teatre Lliure en el barrio de Gràcia en el año 76, un impulso cívico que está tras toda clase de iniciativas, como la Escola Eina, que “se convirtió en un centro de reflexión imprescindible durante aquellos años”. Pero también el diario Avui “es un ejemplo claro de cómo la sociedad civil ayuda a hacer realidad el primer diario en catalán de la democracia”. En el ámbito asociativo, la gestora destacó el papel de Òmnium Cultural, “que pone la literatura y la cultura catalana en el lugar que les corresponde, gracias a iniciativas como la Nit de Santa Llúcia, el Premi Sant Jordi i el Premi d’Honor”.
DANIEL MARTÍNEZ Una historia de éxito Para el presidente del Grupo Focus, la democracia y la cultura desarrollan algo así como un círculo virtuoso: “si la democracia es el motor y el ámbito imprescindible para el desarrollo correcto no solo del teatro sino de la actividad cultural en general, el teatro y la cultura son claves para el desarrollo de la democracia, pues le proporcionan el soporte y los signos de identidad”. Un círculo virtuoso del que el teatro catalán constituiría un ejemplo rotundo. “La democracia ha sido para el teatro español, y para el catalán en particular, una historia de éxito”.
La actividad teatral ha registrado un “crecimiento permanente” a lo largo de estos cincuenta años, pasando en Barcelona de los 900.000 espectadores y 22 salas de la temporada 92/93 (primera en la que hay registros), a los más de tres millones y 62 salas de la temporada 23/24. Distingue Daniel Martínez entre el teatro español y el catalán, “lo que es decir el de Madrid y el de Barcelona”, pues tienen “características y trayectorias distintas”. Y es que al inicio del periodo “en Barcelona venimos de una época de resistencia”. Antes de la Transición, “las compañías y grupos teatrales ya llevaban años luchando en pro tanto del teatro como de la democracia”. Con su restablecimiento, “lo primero que hace el teatro catalán, en paralelo a lo que está haciendo el propio país, es organizarse, poner los mimbres del sistema”. Se crean así organismos teatrales y culturales como la ADETCA, el ICIC o el ICUB; un sistema que, “en el caso catalán, tiene una característica propia, y es la estrecha colaboración entre los ámbitos público y privado”. Con un objetivo: “que la cultura llegue a todos los ciudadanos”.
Más que de autores, Daniel Martínez prefiere hablar “de autoría en su conjunto”, un fenómeno donde de nuevo cree que Cataluña no tiene parangón por la gran cantidad de autores y producciones propias que llenan sus salas. “Las salas más importantes, públicas y privadas, programan hoy espectáculos que llevan la firma de autores y producciones catalanas”. El empresario destaca en este logro la “escuela” de Benet i Jornet y de la Sala Becket, y nombres como los de Belbel, Cunillé, Spunzberg, Buchaca… “¡me dejo a muchos!”, confiesa.
Y es que si atendemos a “los formatos, la calidad y la modernidad, diría que estamos igualados a las artes escénicas europeas”. Pese a ello, el teatro español desempeña un papel “muy pequeño” en el contexto internacional, reconoce, pues uno de sus grandes déficits es la falta de proyección exterior. “Los autores sí salen, pero con los espectáculos es más difícil, está el problema del idioma”.
Y en efecto, “autores como Carme Portaceli, Lluís Pascual, Àlex Rigola o Calixto Bieito, sí trabajan fuera” pero, para trascender las singularidades, “faltaría una colaboración estable entre instituciones”. Así es que cuando se le pregunta acerca de las posibles líneas de mejora, la primera que menciona es, claro, “la proyección internacional”, a lo que añade, reconociendo no tener la fórmula para ello, “mejorar la relación de las artes escénicas con el turismo”.
O, dicho de otro modo, cómo lograr que la gran afluencia de turistas se traduzca también en público para el teatro.
El estilo y el humor iconoclasta de Vladímir Sorokin es a la vez extraordinariamente moderno y entronca con la tradición. Su novela el Kremlin de azúcar, que bebe del relato y respira teatro, es de lo mejor que he leído en el terreno de la ficción últimamente, y es una crítica feroz a la deriva autoritaria de la Rusia de Putin. Como tantos y tantas otras que osan criticar al nuevo líder, vive refugiado fuera del país. Recientemente reseñé su novela para el Cultura/s de La Vanguardia. Podéis leer el artículo más abajo.
Durante la Navidad de 2028, una multitud de niños y niñas se agolpa en la Plaza Roja de Moscú para recoger un insólito regalo: un kremlin de azúcar, soluble en el té, símbolo del nuevo estado ruso. Esta apreciadísima golosina irá pasando de mano en mano a lo largo de los quince capítulos que conforman la novela de Vladimir Sorokin a la que da título, y permitirá al autor mostrar los diferentes estratos que componen una sociedad neomedieval donde los robots y toda clase de innovaciones tecnológicas coexisten con un orden feudal atravesado de referencias chinas.
Vladimir Sorokin (Moscú, 1955) es uno de los mayores escritores rusos de su generación. Es autor de relatos, obras de teatro y novelas como El hielo o El día del opríchnik, dos de las que hasta ahora se han traducido al castellano junto con la que nos ocupa. Formado en el ambiente underground de los ochenta, desde finales de aquella década alternó la vida entre Moscú y Berlín, ciudad en la que se afincó definitivamente tras la invasión rusa de Ucrania de 2022, engrosando así la importante diáspora cultural rusa que acoge la capital alemana. No resulta sorprendente si tenemos en cuenta que en la Rusia de Putin Sorokin ha sufrido la quema de libros y un proceso judicial. Y es que, dotada de un implacable sentido del humor, su obra es una crítica demoledora contra las derivas autoritarias y fascistas de la Rusia contemporánea.
Los quince capítulos que integran El kremlin de azúcar son casi como quince relatos. Entre todos dibujan una sociedad profundamente religiosa y violenta, llena de pobres y tullidos y en la que la ignorancia y la mugre se extienden por doquier; donde las mujeres han perdido su autonomía, la memoria se ha diluido en la historia oficial y el alcohol y un “polvo blanco” que se dispensa en las farmacias parecen ser los únicos recursos para seguir soportando la existencia. Una sociedad en la que los soberanos viven enclaustrados en un Kremlin que ha sido enteramente pintado de blanco, símbolo de pureza y perfección, tan alejados de la realidad que se diría constituyen una pura fantasía, la coartada política y moral de una exigua aristocracia y los despiadados opríchniks, quienes parecen verdaderamente regir los destinos de la nación. Una distopía, en fin, donde lo más inquietante no es el futuro sino el regreso al pasado.
Armado de un humor iconoclasta, Sorokin compone un gran fresco que se mueve entre lo cruel y lo grotesco y en el que resulta muy perceptible su faceta como autor teatral. Y donde la golosina que da título a la novela no funciona solo como testigo o vínculo entre unos capítulos y otros y despliega todo su potencial simbólico. Y es que reducir el gran símbolo de un estado ruso que se quiere patriarcal y poderoso a una quebradiza figurita de azúcar no solo parece una gran carcajada en la cara del patriarca de turno. Resulta cómico y turbador ver cómo niños y adultos de toda condición chupan fragmentos del símbolo del imperio para tranquilizarse o antes de caer dormidos, como el bebé que se consuela y se duerme con el pecho o el chupete entre los labios.
Este artículo lo escribí a propósito de la exposición Deshilar el eco de Ariadna de la artista, poeta y amiga Carmen Hurtado en la galería H20. Se publicó en la revista del colectivo Mujeres en las Artes Visuales. Para mí, escribir sobre arte siempre ha sido una invitación al desarrollo de mi propia creatividad a través de una mirada atenta y abierta a todos los sentidos, también al de la imaginación.
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Septiembre. El cielo nublado, el aire fresco, la tarde amable. Ando por uno de los tramos altos de la calle Verdi flanqueado de pequeñas casas modernistas con jardín trasero. Una de ellas alberga la galería H2O, donde me espera Carmen Hurtado, que está acabando de montar la exposición “Deshilar el eco de Ariadna”, en la que reúne una selección de su obra de los últimos quince años y algunos trabajos nuevos.
Me abre sonriente, como de costumbre. En el vestíbulo está Mario, su pareja, que le está ayudando a montar la exposición y está agachado colocando un cuadro de pequeño tamaño bajo el título de la exposición y el nombre de la artista impresos en la pared. Es el cuadro que ilustra el cartel de la muestra, donde la propia artista transmutada en Ariadna tiene la cara oculta tras un velo o una mancha oscura, porque quizá su protagonismo en el mito sea más aparente que real. “El acento está siempre puesto en el hilo que muestra el camino al héroe y en el minotauro. Pero ¿qué sabemos de Ariadna?”, dice Carmen. Y esto es lo que pretende esta exposición: mostrarnos a Ariadna esta vez, revisitar el mito. Es ella la que se interna en el laberinto en esta ocasión.
Del arco del vestíbulo que se abre a la estancia principal de la galería, cuelgan unas cintas hasta media altura que hacen pensar en las cortinas de los establecimientos japoneses. Son de algodón blanco, anchas, con frases bordadas en hilo rojo. “Son cintas umbilicales —me espeta Carmen Hurtado, jubilosa, desde detrás—. Una de ellas es la mía”. Son las cintas con las que se envolvía la cintura del bebé tras cortarle el cordón umbilical. “El acto de coser es el intento de mantener unido lo que se ha roto” leo en una de ellas que dice Louise Bourgeois. “Venimos al mundo sujetos a nuestra madre, y esa es la primera separación”, añade la artista. “Toda nuestra vida es un constante hilar y deshilar”. Hilos. Coser y descoser. Unir y separar. Hacer y deshacer. Una acción y su contraria. Una tensión que para Carmen Hurtado está en el núcleo de la búsqueda de la libertad. La libertad: he ahí el otro polo de la muestra, su punto de partida.
“Yo quería hablar sobre la libertad y su búsqueda, que ha sido un tema recurrente en mi trabajo desde hace quince años. Entonces empecé a seleccionar obras que tuvieran que ver con ello y me di cuenta de que Ariadna podía ser mi alter ego”. En efecto, la presencia del hilo y del laberinto es una constante en el conjunto de la obra que aquí se expone, y remite a una libertad que tiene que conquistarse y que es una permanente tensión entre el libre albedrío y todo aquello que nos condiciona, pues “nacemos en un cuerpo, en un género, en una familia, en un país…” O, tal como lo expresaría el filósofo Joan-Carles Mèlich, heredamos un guion, llegamos al mundo en mitad de una narración que había empezado mucho antes de llegar nosotros.
Del cuerpo a la metamorfosis
La muestra está organizada en cuatro ámbitos temáticos. El primero lleva por título “Cuerpo y deriva”, porque, lo hemos dicho, nacemos de un cuerpo y en un cuerpo. El cuerpo es nuestro primer límite y nuestro propio laberinto. Así lo afirma otra cita, esta vez de Borges, bordada en otra de esas cintas umbilicales: “Todos tenemos un laberinto en nuestro interior”. Y, no obstante, no hay libertad sin límites. Algo así leemos también en una de las frases cosidas esta vez en uno de los ensamblajes de Carmen Hurtado, un término que la artista prefiere al de collage. Pero más allá del texto, la idea de libertad y su permanente tensión con los límites se expresa en varias de estas obras a través de las formas geométricas que contienen el ensamblaje, que constituyen su perímetro dentro del interior del cuadro; unas formas geométricas que remiten al plano de una casa y que, significativamente, en los trabajos más recientes han desaparecido. La casa: otro de los lugares que nos contienen, a la vez espacio de libertad y de constricción. Por eso resulta muy orgánico y lleno de sentido que la exposición ocupe el espacio completo de la casa que es la galería.
El segundo ámbito es “El rostro del minotauro” y está consagrado al laberinto. Y si el laberinto está en nuestro interior y es a la vez el camino de una vida, el minotauro no es otro que “el miedo al autoconocimiento” que, sin embargo, es el único que nos puede proporcionar una libertad genuina. El tercer ámbito de la muestra lleva por título “Hilo labris” y gira en torno a las herramientas que tenemos para “desenredar” nuestra vida, para cortar; un corte que siempre es “un final de algo y un principio de otra cosa”. Por último, el cuarto ámbito está consagrado a “la metamorfosis”, porque acaso la vida sea un constante mudar y mudarse, de piel, de ropa, de lugar… y la salida del laberinto no sea otra que esa metamorfosis.
Palabra e imagen
Se trata pues de un recorrido expositivo en el que no hay héroes, ni centro, ni salida, y donde la protagonista es esta vez Ariadna, que deshila el relato, cuestiona al héroe y rompe la lógica del camino. No hay destino. Y es que quizá, como dice la artista, “la libertad no está en la salida, sino en el viaje errante de la escucha”.
Carmen Hurtado es artista visual y poeta y su obra entrelaza palabra e imagen en una tensión permanente con lo simbólico. En su trabajo hay un diálogo fluido entre ambos lenguajes. La semilla conceptual de muchas de sus obras está a menudo en sus poemas o “diarios oníricos”, pero también la palabra poética es a menudo la receptora de visiones o intuiciones que proceden de su trabajo artístico. El resultado es una práctica interdisciplinar que atraviesa la pintura, el dibujo, la fotografía, la escultura, el bordado y el ensamblaje. Sus proyectos abordan cuestiones sobre el cuerpo, el territorio, la libertad, la maternidad, el tiempo, el deseo o el duelo.
La muestra, que reúne una selección de obras de los últimos quince años, incluye parte de su producción más reciente, además de la pieza de videoarte Libertatis que formó parte de la exposición dedicada a Agnès Varda que acogió el CCCB el pasado año. Junto a los ensamblajes, pinturas y grabados con técnica mixta, encontramos también algunas esculturas de pequeño formato, que sorprenden al visitante en algunos rincones de la galería.
El hilo rojo de Ariadna
Las cintas umbilicales de las que hablábamos más arriba están bordadas con un hilo rojo brillante que remite a la vida y al dolor, porque en ningún momento se nos oculta aquí que la vida también comporta esa contraparte. “La libertad no consiste en ser libre del dolor, sino en ser libre de actuar” nos recuerda Carmen Hurtado con Hanna Arendt desde otra de las cintas. Se trata de un hilo que, como el torrente de nuestra vida, como una sutil ramificación capilar, recorre la exposición. Y así, el hilo de Ariadna que esta vez es rojo lo encontramos en muchos de sus ensamblajes y reaparece en forma de mancha en algunas de las obras más recientes; unas obras en las que la artista desbordó ya los límites de la casa o el perímetro que contenía sus anteriores intervenciones y se hicieron cuerpo, forma orgánica, regresaron a la naturaleza original. El hilo rojo, por fin, está también bordado en la túnica que se expone entre las plantas del jardín de la galería y que la artista, sacerdotisa o diosa blanca, se pone cada tarde en un rito que marca el devenir cotidiano y también un cierre y un regreso al interior, mientras toma el ovillo y va recogiendo el hilo.
De este modo, el hilo carmesí dota en efecto de unidad al conjunto expositivo e invoca a la artista-Ariadna y su decidido internamiento en el laberinto para apresar al minotauro, mientras esas cintas umbilicales y esa túnica o manto nos hablan de lo que nos cubre y lo que nos une para no quedar definitivamente a la intemperie (que es también o ante todo soledad), y de todas esas capas o pieles que sucesivamente nos ponemos y de las que nos desprendemos en el “viaje errante de la escucha” que es la vida y la exploración del laberinto en busca del autoconocimiento y de la verdadera libertad interior.
Esa sucesión de capas y pieles está, claro, en sus obras de técnica mixta y en sus ensamblajes, quizá la técnica más representativa de Carmen Hurtado y una de sus preferidas. Unos ensamblajes donde se dan cita el dibujo, la pintura y el grabado y donde la palabra aparece bordada y dibujada. Ella cuenta que le gusta el ensamblaje por lo que tiene de juego y por su riqueza. “Como los sueños, estas obras tienen muchas capas”. Y como los sueños, estas obras no son lineales y están abiertas a la participación de quien las contempla. Muestran además la esencia del modo de trabajo de la artista, que se deja llevar en su trabajo por la intuición y la asociación libre como parte fundamental del proceso.
Biografía
Esa búsqueda y esa reflexión en torno a la libertad propia en la que se ha embarcado, así como la apropiación y relectura del mito en las que invita al espectador a participar están atravesadas por su propia biografía. El trabajo artístico de Carmen Hurtado siempre se nutre de materiales procedentes de su vida, con frecuencia en un sentido literal, a menudo son piezas de ropa. Además de esas cintas umbilicales de las que hablábamos antes, la capa bordada con la que ejecuta una breve performance cada tarde es otro vestigio familiar: un vestido de una de sus tías.
Aunque lleva más de veinte años residiendo en Barcelona y ha viajado por todos los continentes, Carmen Hurtado nació y se crió en un pueblo de Extremadura. Allí están la casa familiar, la antigua farmacia que regentaban, tierras, hermanos y muchos, muchos objetos, ropa de su madre y de sus tías, historias, conflictos… Ese guion del que hablábamos más arriba y que la artista incorpora siempre en su trabajo de un modo u otro; de varios modos, en verdad. Y así, por ejemplo, en Carmen Hurtado, el bordado no es moda o impostura. Su madre cosía, y ella creció en una suerte de gineceo en el que su madre y sus amigas se reunían todas las tardes con labor de costura. “Lo de menos era lo que cosían, lo de más era reunirse. Así tejían sus redes”.
Poesía
La narrativa es lineal, pero la poesía, con su ambigüedad, su cubrir y descubrir conceptos e ideas, es para Carmen Hurtado enigma, “la maga de las artes”, de ahí el vínculo con su obra artística, con la que está en permanente diálogo. “Puede ser el detonante de la obra visual y viceversa”. Y es que, añade, “en la sociedad en la que vivimos se tiende a la linealidad, a darlo todo muy digerido, y la poesía propone una apertura”. Por eso, Carmen Hurtado reclama un lugar para la poesía dentro del arte, y dentro del arte sonoro en particular.
Históricamente, la poesía ha sido una de las grandes artes. “En Grecia los poetas eran considerados artistas. ¡Eran los artistas por antonomasia! ¿Por qué hoy están fuera de todos los circuitos?”, exclama. Y abunda: “creo que a veces hay intervenciones que se consideran ‘arte sonoro’ simplemente porque quien las lleva a cabo es un artista que, como tal, les pone el marchamo de arte, mientras dejamos fuera la voz poética. Yo reclamo un lugar para la poesía dentro del arte sonoro”. Por eso, en el marco de esta exposición, se incluyen dos intervenciones sonoras a cargo de poetas invitados por Carmen Hurtado a recitar poemas en torno a la temática de la muestra.
Se trata de una acción que, como la que ella misma lleva a cabo cada tarde mientras esté abierta la exposición, tiene también como objetivo contravenir la práctica convencional de reducir las exposiciones a “inauguración y exhibición”, al tiempo que pretende abrirla al público y a otros artistas, promoviendo la interacción y el espacio comunitario, que es el espacio propio del momento expositivo, frente al momento de la creación, que suele ser de soledad y trabajo individual. Es el momento de las otras voces, de los ecos, de ese eco que está en el título. Y es que Carmen Hurtado, casi instalada en la galería durante los días en los que la muestra permanece abierta, quiere ver cómo resuena su trabajo entre el público que la visite. En su deshilar o cuestionar el mito de Ariadna, espera percibir el eco de las lecturas de los visitantes. Confiando en que aquella Ariadna que ofreció el hilo al héroe y fue luego objeto de su abandono en la playa de Naxos, se convierta aquí y ahora en sujeto activo, filosófico, en artista, buscadora, errante, valiente… Sujeto que desde Naxos, Barcelona o cualquier otra orilla, más que esperar, interpele a Dionisos, que no en vano es el dios de la fecundidad y de la alegría.
Axiomático, el último libro de Maria Tumarkin, nos invita a explorar esos «axiomas», lugares comunes o frases hechas que pueblan nuestros discursos para saber cuánta verdad y cuánta pereza mental, cobardía o conveniencia encierran. Lo hace con la voluntad de volver a activar el lenguaje, su peligrosidad.
Más abajo, podéis leer la reseña completa publicada en el Cultura/s de La Vanguardia.
Maria Tumarkin es una escritora ucraniana-judía-australiana nacida y criada en Járkov. Así se presenta ella en su propia página web. Nació en Ucrania cuando el país aún formaba parte de la Unión Soviética. Con quince años, emigró con su familia a Australia, donde sentía que las palabras “no tenían fuerza”, lo cual, si por una parte era algo decepcionante, por otra era un alivio, pues en el lugar de donde venía podían meterte en la cárcel, incluso asesinarte, por ellas. De ello habla en Axiomático, su cuarto libro tras Otherland, Courage y Traumascapes y el primero que se traduce al castellano. Ella los llama “libros de ideas”, pues parecen partir de una idea motriz que genera y aglutina todo el material que pone en marcha y en los que se cruza el ensayo, el reportaje periodístico y la narrativa personal. En el caso de Axiomático, esa idea fuerza es el peso del pasado en el presente o cómo el pasado nos construye.
Ese es el tema que emerge a la superficie. Luego está el que se esconde bajo el título, el que se da a conocer a través de las historias de las personas que retrata, las preguntas que nos formulan o las contradicciones que evidencian. Lo diré ya: Axiomático es, precisamente, un libro contra la tiranía del consenso; un libro que nos invita a explorar esos “axiomas”, lugares comunes o frases hechas para saber cuánta verdad y cuánta pereza mental, cobardía o conveniencia encierran. Lo hace con la voluntad de volver a activar el lenguaje, su peligrosidad. Porque sí, Axiomático también es un libro acerca del lenguaje: acerca de su capacidad restaurativa y acerca de sus limitaciones e impotencias frente a ciertos pasados y experiencias definitivamente traumáticas, incomunicables; pues no sabemos si el paraíso existe, pero el infierno sí se nos presenta reiteradamente en la tierra. Sin duda, Vera Wasowski, cuya biografía atraviesa la pieza “Dame una niña menor de siete años y te mostraré la mujer”, judía polaca superviviente del gueto y de Auschwitz que pasó la mayor parte de la guerra escondida en un agujero con apenas siete años, puede dar cuenta de ello y, al mismo tiempo, dejar en evidencia la enorme arrogancia del “axioma” que titula el ensayo. Los tres anteriores: “El tiempo lo cura todo”, “Los que olvidan el pasado están condenados a re_” y “La historia se repite” nos confrontan, a su vez, con el suicidio (adolescente) y el duelo; el modo en que el desconocimiento del pasado, sí, nos condena a su repetición u otras desgracias, pero cómo el trauma nos puede dejar también en una suerte de pasado continuo, o de qué manera ideas como la existencia de una condición humana común pueden constituir una ficción enarbolada por quienes no estamos atrapados en el “pozo de brea” de la pobreza, el abuso y el trauma.
Diría que movida por su voluntad de no emplear los mecanismos de la ficción para dramatizar (adulterar) las historias, Tumarkin hace gala de un naturalismo en el lenguaje y las estructuras que hace que a veces resulte algo desaliñada, aunque encontramos momentos de fuerte lirismo y fragmentosde gran intensidad. Un libro que estambién una suerte de palimpsesto, de tiempos, memorias y vidas superpuestos.
La reedición de «Duermen bajo las aguas», Premio Ciutat de Barcelona 1954, recupera a una interesante autora de la generación de Laforet y Martín Gaite. Hablo de la novela y de la autora en mi último artículo para el Cultura/s de La Vanguardia. Podéis leerlo íntegramente más abajo.
Entre las autoras de referencia de la generación de los cincuenta, suele citarse a Carmen Laforet y a Carmen Martín Gaite, pero no a Carmen Kurtz (Barcelona, 1911 – 1999). Algo mayor que las anteriores y quizá con menos voluntad de innovación en lo literario, es sin embargo una gran narradora y, al fin y a su manera, resultó también una renovadora, pues la vitalidad y frescura de su prosa son indudablemente modernas, así como el perfil de sus protagonistas femeninas, que se apartan de forma decidida del arquetipo de ángel del hogar que la cultura franquista reservaba a las mujeres, lo que, por cierto, le ocasionó no pocos problemas con la censura. Para subsanar este injusto olvido, Amarillo editora acaba de reeditar Duermen bajo las aguas, la novela que marca el inicio de su carrera literaria y con la que obtuvo el premio Ciudad de Barcelona en 1954.
Carmen de Rafael Marés, más conocida como Carmen Kurtz, nació en Barcelona en el seno de una familia culta y poco convencional de ascendencia estadounidense, mexicana y cubana. Su madre murió cuando ella, la tercera de cuatro hermanos, tenía apenas cinco años. Tras iniciar sus estudios en Barcelona, a los diecisiete años se marchó a Inglaterra, donde se graduó. En 1935 se casó con Pierre Kurz, catalán de origen alsaciano (y de quien tomó el apellido añadiéndole una “t”), y ambos se instalaron en Francia, donde vivieron el estallido de la Segunda Guerra Mundial y donde permanecieron hasta 1943, cuando regresaron a España, después de que él lograra huir del campo de concentración donde pasó dos años, un tiempo en el que Carmen Kurtz trabajó para el consulado español tramitando visados para todos los que huían del exterminio y de la guerra. En el año 36, por cierto, había nacido Odile, la hija de ambos, a la que en 1940 mandaron a casa de sus abuelos en Barcelona para alejarla de la guerra. De todo ello da cuenta la autora de forma novelada en Duermen bajo las aguas.
Bajo ese metafórico y evocador título, la de Kurtz es a la vez una novela de formación, un canto a todo aquello que quizá no aconteció o no fue dicho pero que no por ello carece de entidad, pues existió en nuestra imaginación o en nuestro deseo, y es, por encima de todo, una celebración de la vida. La novela está guiada por un férreo instinto de supervivencia; no ya de nuestra integridad física sino, sobre todo, de nuestra integridad moral o personal. A su vez, el vuelco y la madurez que experimenta la protagonista, el cambio de mundo, es el de toda una generación.
A su regreso a España en plena posguerra, Carmen Kurtz empezó a escribir literatura infantil como medio para ganarse la vida, un género que simultaneó con una narrativa para adultos protagonizada por mujeres que, como ella, querían tener autonomía económica y personal y en la que abordó temas como el divorcio o la prostitución, lo que le exigió una gran tenacidad para lidiar con la censura. En 1956 obtuvo el premio Planeta por El desconocido y en 1962 vio la luz Óscar cosmonauta, el primero de una serie de populares libros protagonizados por el mismo personaje y destinados al público infantil y juvenil y con el que ganaría el premio Lazarillo y quedaría finalista del galardón internacional más prestigioso del género, el Hans Christian Andersen. En la década de los setenta, tras la publicación de la trilogía Sic Transit y la novela Cándidas palomas, puso fin a su obra para público adulto y se dedicó únicamente a la literatura infantil y juvenil, que simultaneó con una intensa actividad como conferenciante y colaboradora de prensa, radio y televisión. La reciente reedición de Duermen bajo las aguas es la ocasión para conocer o redescubrir a otra de nuestras clásicas contemporáneas, que escritoras y periodistas como Ana María Moix o Maruja Torres consideraron un referente, y es también una estupenda lectura en la que sumergirse el próximo verano.
No sé exactamente cómo llegué a la escritora Maite Núñez. Creo que en algún momento contactamos a través de FB y en abril me invitó a la presentación de su último libro de cuentos, Esta espera que lo envenena todo, y decidí ir. No tenía ni idea de lo que me encontraría. Me he encontrado a una maestra del relato breve.
Según leo en la solapa del libro, Maite Núñez (Barcelona, 1966) es licenciada en Historia Moderna y Contemporánea, en Documentación, y tiene un doctorado en Periodismo. Ha publicado artículos, reseñas literarias y cuentos. Desconozco sus otras facetas pero, leyendo Esta espera que lo envenena todo, no cabe duda de que el género le apasiona, y lo domina. Ha recibido además diversos galardones que lo confirman. No todos los cuentos son igual de redondos, pero la mayoría de ellos tiene ese final a la vez limpio (sin estridencias) y contundente que deja al lector noqueado. También la estructura del libro está muy lograda, con personajes que protagonizan unos cuentos y reaparecen en otros, de modo que el libro tiene bastante de novela coral a lo Short Cuts. La incertidumbre y la tensión consecuente, que se plantea en el primer relato, reaparece a la mitad y no se resuelve hasta el último cuento, dando pleno sentido al título del libro, también para el propio lector, es otra de las constantes. En cuanto al lenguaje, es funcional pero preciso.
Aunque se trata de cuentos perfectamente realistas, en la estela de autores como Cheever o Carver, Núñez utiliza con frecuencia elementos que funcionan de manera simbólica o alegórica, desplazando del elemento real al simbólico el conflicto o la emoción que plantea el cuento. Sucede con el pájaro encerrado en el extractor en “Si todo va bien” y con los farolillos para la fiesta de cumpleaños en “Desdiciendo la tormenta”. Esos dos cuentos, más el último que cierra la serie, están protagonizados por los mismos personajes principales: Luisa, Pieter y el pequeño hijo de ambos, ingresado en el hospital a la espera de un posible diagnóstico grave. La acción con la que se cierra este primer cuento supone una resolución del relato, pero no de la situación: habremos de esperar hasta el final del libro para conocer cuál es la resolución del drama. Nos deja pues, como a Luisa y a Pieter, en un compás de espera. Una inteligente y muy interesante decisión de estructura, insisto.
Mientras tanto, a lo largo del libro, el resto de los cuentos nos van a dar a conocer las cuitas de los demás vecinos de San Cayetano, el municipio inventado donde sucede todo. Astutamente, por el uso de apellidos y nombres donde resuenan todas las nacionalidades (y que a la autora le sirven para hacer juegos y rendir homenajes varios), no sabemos si estamos en una localidad de la costa oeste estadounidense vecina de Santa Mónica o en cualquier suburbio o urbanización metropolitana de cualquier país occidental (la globalización era esto, ¿no?). No sabemos si Núñez ha vivido en California o, más bien, se trata de una ficcionalización de la propia localidad vallesana donde creo que vive; su lugar de residencia pasado por la querencia y la influencia de todos esos suburbios norteamericanos que nos llegan a través de los cuentos de los citados Cheever o Carver, autores de los que sin duda bebe.
Los relatos se acercan a la cotidianidad de las personas, a las zonas en sombra: temores, manías, deseos (con frecuencia desconocidos por el propio protagonista). No se trata necesariamente de grandes secretos, simplemente de una realidad algo menos presentable, ordenada o coherente de lo que las apariencias indicarían, con esa espina dorsal de la incertidumbre y la espera que atraviesa todos los relatos. Hay en los cuentos de Maite Núñez precisión, ironía y ese aliento poético que queda flotando en el aire tras la resolución de sus mejores cuentos. ¡No os la perdáis!
Hace unas semanas tuve la suerte de mantener una larga conversación con Joan-Carles Mèlich a propósito de su último libro, El escenario de la existencia. De aquella conversación, el sábado se publicó una entrevista en La Vanguardia centrada en la analogía fundamental a partir de la que construye su ensayo, la vida como teatro o, en su caso, la concepción de la existencia como drama o representación.
Hoy hay pocos autores con la ambición y la capacidad de construir obras tan amplias y orgánicas como ésta, en la que a partir de la metáfora teatral realiza toda una exploración acerca de la condición humana de acuerdo con las bases de su filosofía: esa filosofía narrativa y de la finitud que tiene como punto de partida la “razón desvalida”. Sin duda, estos tiempos nuestros, precarios, apresurados y desatentos, no casan muy bien, ni desde el punto de vista del autor ni del lector, con obras que no sean fragmentarias, colecciones de artículos, crítica filosófica o cultural más que propuesta de un nuevo punto de vista o paradigma de análisis y articulación de un cuerpo teórico. Mèlich se atreve. Ojo, lo suyo no es un “sistema” y mucho menos “cerrado”, algo que entraría en contradicción con esa razón desvalida y esa filosofía narrativa, siempre abierta, siempre inacabada, que él postula. Aun así se arriesga a construir un cuerpo orgánico que no se circunscribe a este libro sino que arrancó ya en 2019 con La sabiduría de lo incierto y siguió en 2021 con La fragilidad del mundo (y que, en el fondo, arraigaba ya en sus libros anteriores acerca de la Filosofía de la finitud o la Ética de la compasión). Dice que ahora le gustaría escribir un cuarto libro en torno al amor y el deseo y donde la figura protagonista, tras el lector, el caminante o el actor, que han sido las figuras centrales de los anteriores libros y en cierto modo los alter egos que le han permitido entrar narrativamente en los proyectos, sería el escritor. Lo estaremos esperando, sin prisa.
Podéis leer la entrevista más abajo:
La tradición occidental se ha caracterizado por la defensa del alma frente al cuerpo, de lo interior frente a lo exterior, de lo universal frente a lo singular, y esa defensa ha tenido importantes repercusiones políticas, éticas y pedagógicas. En su nuevo libro, el filósofo Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961), Premio Nacional de Ensayo 2022, defiende una filosofía contraria a esa tradición. Según él, no hay “vida interior” o, lo que es lo mismo, no hay una identidad sustancial, inmóvil e inmutable. Por el contrario, “el yo –sostiene– es una exterioridad radical”, una perspectivade la que se deriva una existencia entendida como drama o representación.
¿Qué significa y qué implicaciones tiene esa “exterioridad radical”?
Significa que el “yo” es en realidad un flujo de relaciones disonantes, sujetas a la ambigüedad, con los otros y con lo otro. Existir es “estar afuera”. El yo o la identidad son ficciones de continuidad, es decir, un conjunto de narraciones, siempre incompletas, que tienen que dar respuesta aquí y ahora a las situaciones de la vida ordinaria. Pero no encontramos esas respuestas en un manual de instrucciones, por eso no podemos eludir el vértigo.
¿No hay existencia sin vértigo?
Efectivamente. No hay existencia auténtica sin vértigo, porque el vértigo tiene que ver con la ambivalencia del existir, con la incertidumbre, la fragilidad, lo inhóspito, la finitud;con lo indisponible, en suma, con todo aquello que escapa a nuestro alcance o control.
La metáfora del mundo como teatro ha descrito desde hace siglos la condición humana. ¿Por qué regresa a ella en su libro?
Porque no se ha agotado. Yo creo que el teatro es estructural a la vida. Y esto es así porque la vida es drama, es un relato que se construye a partir de una herencia, pero respondiendo de manera improvisada o “propia” o “fuera del guion” a todo aquello que se nos va presentando en la vida cotidiana. La metáfora del teatro funciona para subrayar algo a lo que la filosofía ha prestado poca atención, que es esa dimensión representativa de la vida.
Cuéntenos.
Hannah Arendt distingue entre vida contemplativa y vida activa, y prima la segunda sobre la primera porque es fundadora de algo nuevo. Sin embargo yo prefiero hablar de vida representativa, porque al nacer heredamos un guion o, dicho de otro modo, siempre llegamos con la historia empezada, nada ni nadie es enteramente nuevo o completamente libre. El guion nos otorga un nombre y unos apellidos, nos clasifica en un género, nos otorga (o no) una ciudadanía concreta, nos ubica en tal o cual clase social, e indica además cómo debemos comportarnos, qué tipos de relaciones podemos establecer con los otros… El ser humano es un actor que representa un guion en un escenario. Sin ese guion, no podríamos habitar el escenario de la existencia.
¿Por qué habla de “escenario”?
Porque no hay experiencia del mundo como totalidad. Hay experiencia solamente desde una interpretación o una perspectiva del mundo. Esa perspectiva es el escenario.
Distingue entre actor y personaje.
Un personaje es aquel que se limita a cumplir el guion, mientras que un actor crea el argumento de la representación, su biografía, arriesgando sus propias respuestasa partir del guion heredado. Si no queremos que nuestra existencia se convierta en un desierto, no podemos limitarnos a cumplir el guion.
Pero el guion establece unos límites.
Claro. Por eso esta moda del “yo me autopercibo como quiero” es falaz. Porque el guion no es una camisa de fuerza, pero tampoco está completamente abierto. ¡La herencia pesa! Además, para poder cuestionar un guion hemos de tenerlo, del mismo modo que para que haya libertad, tiene que haber límites.
Vivimos tiempos narcisistas.
Sin duda. Este es un libro contra la arrogancia de una sociedad en la que parece que el “yo” pueda decidirlo todo, donde no se acepta la indisponibilidad, lo cual es el resultado de la extensión de la lógica de la tecnología a todos los ámbitos de la existencia.
¿La alteridad es más importante que el yo?
Es, de hecho, su condición de posibilidad. El uno es el primero de los números naturales, pero en el escenario de la existencia, para la filosofía narrativa, el primer número es el dos, porque en el principio era el vínculo. El ombligo es la marca en el cuerpo que muestra que en el principio era el dos.
Afirma que “la interioridad no existe”pero, si no hay interioridad, memoria, ¿cómo nos narramos?
¡Es que la memoria es exterioridad pura! Pensemos por ejemplo en la Recherche de Proust. Podemos entenderla como un viaje a “la interioridad”, de acuerdo, ¡pero todo lo que detona es exterioridad! Sin el afuera no puede haber narración, biografía, porque lo otro y los otros están en el afuera. Y porque los adverbios están en el afuera, y para la filosofía narrativa la existencia tiene condición adverbial: escénica y situacional. En el principio no era el verbo sino el adverbio: el cómo, el cuándo, el dónde.
De nuevo, en este libro acude a los clásicos de la Literatura para rebatir a los filósofos de la Razón con mayúsculas, como Descartes…
Porque esas obras no son arracionales o irracionales sino que contemplan otra lógica, otra razón; la que yo, con Zambrano, llamo “razón desvalida”. Una razón que no se concibe autónoma y ajena a un cuerpo, al contrario, es la razón de un cuerpo, por eso es impura, frágil, y está vinculada a un tiempo y a un espacio concreto. Es una razón en la que no todo es blanco o negro sino que contempla el gris, que es el color de la existencia. Es una razón que matiza y que mantiene siempre abierta la conversación, hasta que cae o uno echa el telón.
En su último libro, la ensayista francesa Hélène Frappat (París, 1969) desvela y analiza uno de los más poderosos mecanismos empleados para silenciar a las mujeres y que ha adquirido un nombre propio: el gaslighting o luz de gas, el mismo que da título al libro. A partir de la mítica película protagonizada por Ingrid Bergman y dirigida por George Cukor Gaslighting, la autora se acerca a distintos personajes femeninos, reales, ficcionales o mitológicos, para ver de qué modo sufrieron un intento de silenciamiento a través de la manipulación o el engaño por parte de sus pares masculinos. Hablo de todo ello en mi última colaboración para La Vanguardia.
Podéis leer el artículo entero más abajo o clicando aquí.
Las mujeres llevamos siglos construyéndonos como sujetos entre el silencio y la mistificación, entre la falta de voz o de crédito a nuestra voz en la esfera pública y las idealizaciones tramposas. En su último libro, la ensayista francesa Hélène Frappat (París, 1969) desvela y analiza uno de los más poderosos mecanismos que se han empleado para enmudecernos y que ha adquirido un nombre propio: el gaslighting o luz de gas, el mismo que da título al libro.
Dicho en corto, hacer luz de gas es engañar y manipular al otro para que quede a expensas de nosotros, carente de autonomía y voz propias. La palabra, y este es un detalle maravilloso, tiene origen en la película de 1944 dirigida por George Cukor y protagonizada por Ingrid Bergman Gaslighting (que aquí se tradujo como Luz que agoniza), y que a su vez se basaba en una obra teatral previa. Se trata de un término que ha hecho fortuna, desbordando el ámbito de las relaciones personales para pasar a describir la manipulación y la mentira como estrategia política tan característica de los populismos y autoritarismos de nuestros días. Tanto es así que, en 2022, el diccionario en línea estadounidense Merriam-Webster la declaró palabra del año, y hoy también está en el centro de la reflexión y las luchas feministas.
En su libro, Frappat no solo realiza un minucioso e interesantísimo análisis de la película para mostrar cómo opera el mecanismo y, muy importante, cómo revertirlo. Además, a partir de la obra de Cukor, la ensayista francesa se acerca a distintos personajes femeninos, reales, ficcionales o mitológicos, para ver de qué modo sufrieron un intento de silenciamiento a través de la manipulación o el engaño por parte de sus pares masculinos, de Alicia a Antígona, pasando por Helena o Casandra y deteniéndose en personajes de carne y hueso tan injustamente olvidados como Martha Mitchell. Esta moderna Casandra fue la esposa del fiscal general de Nixon y la primera que denunció el escándalo del Watergate, por lo que sufrió una auténtica campaña de luz de gas por parte de su marido y toda su camarilla política con el fin de desacreditarla y acallarla, estrategia que se vio reforzada por la complicidad de un sistema sanitario que la trató de alcohólica y desequilibrada. El “efecto Martha Mitchell” refleja el sesgo de género que ha existido en el diagnóstico psiquiátrico y sirve a la autora para denunciar de qué modo el sistema médico pero también Freud con la invención de la “histeria”, han sido cómplices de esta situación. Y es que esta “pseudoenfermedad” o falso concepto “desempeña un papel crucial en un gaslighting milenario que pretende despojar a las mujeres de toda autoridad”.
“La ironía forma parte de la comprensión”, decía Hanna Arendt. Y la ironía es también el mecanismo de supervivencia de la mujer a la que hacen luz de gas, dice Frappat a partir del análisis del film de Cukor. También Antígona se ríe muchos siglos antes. La autora se refiere a la tragedia de Sófocles como “el primer caso documentado en la literatura de una victoria individual contra el gaslithing”. Y es que cuando Creonte acusa a Antígona de loca: “te posee el mismo viento de la locura”, le dice, ella revierte la acusación, es decir, realiza una “apropiación irónica”, y le contesta: “¿crees que actúo así porque me he vuelto loca? Quizás seas tú el que delira”. La risa logra que la humillación, la duda, el terror y la vergüenza, ¡y no la voz de la mujer!, se desvanezcan. Ya lo dijo John Waters, el sentido del humor es un caballo de Troya en el vientre de la cultura dominante.
Teffi fue una escritora extraordinariamente popular en la Rusia prerrevolucionaria, admirada por personajes tan dispares como Lenin o el zar Nicolás II. En mi último artículo para el Cultura/s de La Vanguardia, reseño sus emblemáticas Memorias, recientemente publicadas por Libros del Asteroide. Podéis leer la reseña más abajo.
Teffi, seudónimo de Nadezhda Alexándrovna Lójvitskaya (San Petersburgo, 1872 – París, 1952), nació en una familia noble y amante de la literatura. Ella y sus tres hermanas fueron escritoras, aunque fue Teffi la que alcanzó mayor popularidad. En la Rusia prerrevolucionaria había incluso perfumes y caramelos con su nombre, y era admirada por personajes tan dispares como Lenino el zar Nicolás II. Escribía en el Satirikón, una de las revistas satíricas que florecieron en la convulsa sociedad rusa de principios de siglo, y en el popular periódico La palabra rusa.Fue una autora prolífica y una maestra del género breve, ya se tratara de cuentos, obras de teatro de un solo acto o los folletines que publicaba por entregas en la prensa. Partidaria de la revolución en sus inicios, pronto se distanció de los bolcheviques.
Precisamente, estas emblemáticas Memorias, recientemente editadas por Libros del Asteroide, dan cuenta del periplo que en 1918 la llevó de Moscú a Estambul huyendo de la guerra civil; un viaje que acabaría en París en 1920, donde vivió exiliada hasta su muerte en 1952. Quizá lo más notable de estas memorias sea su tono, y el estilo del que forma parte; un tono ligero y desafectado que resulta particularmente llamativo en un relato que rememora un viaje en plena guerra, donde la narradora pasa miedo, frío y hambre y, desde luego, mucho cansancio e incomodidad. Pero se diría que esa ligereza, que nada tiene que ver con la banalidad sino con la vitalidad y un profundísimo sentido del humor, es un rasgoradicalmente propio y personal de una autora poco dada a transigir por acomodarse a lo común o lo esperable. En la narración de Teffi hay ironía y humor negro, incluso absurdo (algunos diálogos recuerdan a aquellos otros de Groucho Marx en alguna de sus películas). Hay capacidad de observación y precisión expresiva con las que recrea imágenes y caracteres con viveza. Hay ausencia de retórica. Por ejemplo, el relato arranca con un escueto“Moscú. Otoño. Frío” para situar la primera escena, que sin duda informa también de la influencia de la escritura teatral y sus acotaciones. Hay un entrenado talento para la sátira pero también compasión y un poso de melancolía. Hay realismo, pragmatismo, y una agilidad que casa a la perfección con ese tono despreocupado y desprejuiciado. Es muy chejoviana, es cierto.
Advierte la propia autora de qué es lo que nos vamos a encontrar o, más bien, lo que no. El lector no encontrará ni figuras heroicas, ni críticas a tal o cual corriente política, ni ningún tipo de elucidación o conclusión, dice Teffi. Ella simplemente observa la vida con su mirada clarísima, trata de vivir, y da cuenta de ese latido. Lo cierto es que a través de este relato nos llega también parte del cuadro de una época y de sus gentes, de sus rasgos y sus conflictos.Y como en los grandes autores, el humor de Teffi no excluye el sentido trágico de la existencia. Al contrario. Y así, leemos calificando la vida cotidiana de Odesa en aquellos días caóticos: “Vivir en un chiste no es algo alegre, sino más bien trágico”.