El último libro de la escritora y editora Elisabet Riera es un ensayo de claro aliento poético que se adentra en el universo de las criaturas aladas. En mi última colaboración para el Cultura/s de La Vanguardia, escribo sobre él.
Podéis leer el artículo más abajo.
Conviene dejarse crecer las alas o emplumarse metafóricamente la frente para adentrarse en la lectura de Los alados: un libro que disfrutarán los amantes de la poesía, la mitología y la literatura no sometida a la férrea distinción de los géneros pero desconcertará a los muy cartesianos en todos los órdenes de la vida y la escritura. El nuevo libro de la escritora y editora Elisabet Riera (Barcelona, 1973) es un ensayo de claro aliento poético que se adentra en el universo de las criaturas aladas en tanto que mediadoras entre lo terreno y lo celeste, lo mundano y lo divino. Resulta curioso que en un libro como este se cuele también la autorreferencialidad o la narrativa personal, pero lo hace. Y es que parece que la inclinación de la autora hacia los pájaros y otras criaturas aladas anida en los paseos de su infancia junto a su padre Ramblas abajo, hasta un puesto frente a Las Golondrinas donde un pequeño pájaro al que la escritora llamaría Tiresias adivinaba el futuro a los paseantes.
A partir de ese primer recuerdo, la escritora hilvana una indagación que va de las artes adivinatorias del propio Tiresias mitológico y la dicotomía e implicaciones entre ver con los ojos del rostro o los del alma, hasta el mito del ave fénix como símbolo del ciclo de la vida y sus sucesivas muertes o caídas, pasando por una suerte de taxonomía o recorrido a través de las criaturas con alas en tanto que expresión de la imaginación y mediadoras entre lo humano y lo divino. Una exploración que incluye sus derivas hacia los ámbitos semántico y etimológico, simbólico, histórico y científico y en la que el canto, el vuelo y el aire muestran su vecindad, donde descubrimos por qué ese Eros dulce y amargo tiene alas o cómo el pájaro es brújula todo él, por entero, lo que explicaría que una becasina de cola barrada (en realidad lo hacen 70.000 cada año) pueda migrar de Alaska a Nueva Zelanda, volando casi nueve días consecutivos sin parar, siguiendo una “carretera aérea” que solo puede ver con su ojo derecho, el que deja abierto mientras duerme y vuela al mismo tiempo. Acierta la autora con la elección del registro lírico en un libro que reivindica la metáfora y el símbolo no solo por su dimensión estética sino como vía de conocimiento y de acceso a lo inefable, también con el registro personal, no siempre con el más descriptivo y en especial con cierto afán exhaustivo que perjudica al ritmo y, justamente, al vuelo del texto. Anima a Riera la voluntad de impugnar la arrogancia de un progreso que se ha olvidado de la poesía y de que los humanos somos mamíferos que nos contamos historias nacidas al fuego de la imaginación.
Un libro que es al fin la confesión de la autora de una experiencia personal: su propia “muerte y resurrección”; el largo viaje o la larga noche pétrea que hubo de atravesar hasta que sintió el despuntar de sus propias alas, que no son otra cosa que la capacidad de recuperar la escucha, el canto, la lengua materna, la libertad interior. Devenir pájaro o poeta o ala.
El estilo y el humor iconoclasta de Vladímir Sorokin es a la vez extraordinariamente moderno y entronca con la tradición. Su novela el Kremlin de azúcar, que bebe del relato y respira teatro, es de lo mejor que he leído en el terreno de la ficción últimamente, y es una crítica feroz a la deriva autoritaria de la Rusia de Putin. Como tantos y tantas otras que osan criticar al nuevo líder, vive refugiado fuera del país. Recientemente reseñé su novela para el Cultura/s de La Vanguardia. Podéis leer el artículo más abajo.
Durante la Navidad de 2028, una multitud de niños y niñas se agolpa en la Plaza Roja de Moscú para recoger un insólito regalo: un kremlin de azúcar, soluble en el té, símbolo del nuevo estado ruso. Esta apreciadísima golosina irá pasando de mano en mano a lo largo de los quince capítulos que conforman la novela de Vladimir Sorokin a la que da título, y permitirá al autor mostrar los diferentes estratos que componen una sociedad neomedieval donde los robots y toda clase de innovaciones tecnológicas coexisten con un orden feudal atravesado de referencias chinas.
Vladimir Sorokin (Moscú, 1955) es uno de los mayores escritores rusos de su generación. Es autor de relatos, obras de teatro y novelas como El hielo o El día del opríchnik, dos de las que hasta ahora se han traducido al castellano junto con la que nos ocupa. Formado en el ambiente underground de los ochenta, desde finales de aquella década alternó la vida entre Moscú y Berlín, ciudad en la que se afincó definitivamente tras la invasión rusa de Ucrania de 2022, engrosando así la importante diáspora cultural rusa que acoge la capital alemana. No resulta sorprendente si tenemos en cuenta que en la Rusia de Putin Sorokin ha sufrido la quema de libros y un proceso judicial. Y es que, dotada de un implacable sentido del humor, su obra es una crítica demoledora contra las derivas autoritarias y fascistas de la Rusia contemporánea.
Los quince capítulos que integran El kremlin de azúcar son casi como quince relatos. Entre todos dibujan una sociedad profundamente religiosa y violenta, llena de pobres y tullidos y en la que la ignorancia y la mugre se extienden por doquier; donde las mujeres han perdido su autonomía, la memoria se ha diluido en la historia oficial y el alcohol y un “polvo blanco” que se dispensa en las farmacias parecen ser los únicos recursos para seguir soportando la existencia. Una sociedad en la que los soberanos viven enclaustrados en un Kremlin que ha sido enteramente pintado de blanco, símbolo de pureza y perfección, tan alejados de la realidad que se diría constituyen una pura fantasía, la coartada política y moral de una exigua aristocracia y los despiadados opríchniks, quienes parecen verdaderamente regir los destinos de la nación. Una distopía, en fin, donde lo más inquietante no es el futuro sino el regreso al pasado.
Armado de un humor iconoclasta, Sorokin compone un gran fresco que se mueve entre lo cruel y lo grotesco y en el que resulta muy perceptible su faceta como autor teatral. Y donde la golosina que da título a la novela no funciona solo como testigo o vínculo entre unos capítulos y otros y despliega todo su potencial simbólico. Y es que reducir el gran símbolo de un estado ruso que se quiere patriarcal y poderoso a una quebradiza figurita de azúcar no solo parece una gran carcajada en la cara del patriarca de turno. Resulta cómico y turbador ver cómo niños y adultos de toda condición chupan fragmentos del símbolo del imperio para tranquilizarse o antes de caer dormidos, como el bebé que se consuela y se duerme con el pecho o el chupete entre los labios.
Axiomático, el último libro de Maria Tumarkin, nos invita a explorar esos «axiomas», lugares comunes o frases hechas que pueblan nuestros discursos para saber cuánta verdad y cuánta pereza mental, cobardía o conveniencia encierran. Lo hace con la voluntad de volver a activar el lenguaje, su peligrosidad.
Más abajo, podéis leer la reseña completa publicada en el Cultura/s de La Vanguardia.
Maria Tumarkin es una escritora ucraniana-judía-australiana nacida y criada en Járkov. Así se presenta ella en su propia página web. Nació en Ucrania cuando el país aún formaba parte de la Unión Soviética. Con quince años, emigró con su familia a Australia, donde sentía que las palabras “no tenían fuerza”, lo cual, si por una parte era algo decepcionante, por otra era un alivio, pues en el lugar de donde venía podían meterte en la cárcel, incluso asesinarte, por ellas. De ello habla en Axiomático, su cuarto libro tras Otherland, Courage y Traumascapes y el primero que se traduce al castellano. Ella los llama “libros de ideas”, pues parecen partir de una idea motriz que genera y aglutina todo el material que pone en marcha y en los que se cruza el ensayo, el reportaje periodístico y la narrativa personal. En el caso de Axiomático, esa idea fuerza es el peso del pasado en el presente o cómo el pasado nos construye.
Ese es el tema que emerge a la superficie. Luego está el que se esconde bajo el título, el que se da a conocer a través de las historias de las personas que retrata, las preguntas que nos formulan o las contradicciones que evidencian. Lo diré ya: Axiomático es, precisamente, un libro contra la tiranía del consenso; un libro que nos invita a explorar esos “axiomas”, lugares comunes o frases hechas para saber cuánta verdad y cuánta pereza mental, cobardía o conveniencia encierran. Lo hace con la voluntad de volver a activar el lenguaje, su peligrosidad. Porque sí, Axiomático también es un libro acerca del lenguaje: acerca de su capacidad restaurativa y acerca de sus limitaciones e impotencias frente a ciertos pasados y experiencias definitivamente traumáticas, incomunicables; pues no sabemos si el paraíso existe, pero el infierno sí se nos presenta reiteradamente en la tierra. Sin duda, Vera Wasowski, cuya biografía atraviesa la pieza “Dame una niña menor de siete años y te mostraré la mujer”, judía polaca superviviente del gueto y de Auschwitz que pasó la mayor parte de la guerra escondida en un agujero con apenas siete años, puede dar cuenta de ello y, al mismo tiempo, dejar en evidencia la enorme arrogancia del “axioma” que titula el ensayo. Los tres anteriores: “El tiempo lo cura todo”, “Los que olvidan el pasado están condenados a re_” y “La historia se repite” nos confrontan, a su vez, con el suicidio (adolescente) y el duelo; el modo en que el desconocimiento del pasado, sí, nos condena a su repetición u otras desgracias, pero cómo el trauma nos puede dejar también en una suerte de pasado continuo, o de qué manera ideas como la existencia de una condición humana común pueden constituir una ficción enarbolada por quienes no estamos atrapados en el “pozo de brea” de la pobreza, el abuso y el trauma.
Diría que movida por su voluntad de no emplear los mecanismos de la ficción para dramatizar (adulterar) las historias, Tumarkin hace gala de un naturalismo en el lenguaje y las estructuras que hace que a veces resulte algo desaliñada, aunque encontramos momentos de fuerte lirismo y fragmentosde gran intensidad. Un libro que estambién una suerte de palimpsesto, de tiempos, memorias y vidas superpuestos.
La reedición de «Duermen bajo las aguas», Premio Ciutat de Barcelona 1954, recupera a una interesante autora de la generación de Laforet y Martín Gaite. Hablo de la novela y de la autora en mi último artículo para el Cultura/s de La Vanguardia. Podéis leerlo íntegramente más abajo.
Entre las autoras de referencia de la generación de los cincuenta, suele citarse a Carmen Laforet y a Carmen Martín Gaite, pero no a Carmen Kurtz (Barcelona, 1911 – 1999). Algo mayor que las anteriores y quizá con menos voluntad de innovación en lo literario, es sin embargo una gran narradora y, al fin y a su manera, resultó también una renovadora, pues la vitalidad y frescura de su prosa son indudablemente modernas, así como el perfil de sus protagonistas femeninas, que se apartan de forma decidida del arquetipo de ángel del hogar que la cultura franquista reservaba a las mujeres, lo que, por cierto, le ocasionó no pocos problemas con la censura. Para subsanar este injusto olvido, Amarillo editora acaba de reeditar Duermen bajo las aguas, la novela que marca el inicio de su carrera literaria y con la que obtuvo el premio Ciudad de Barcelona en 1954.
Carmen de Rafael Marés, más conocida como Carmen Kurtz, nació en Barcelona en el seno de una familia culta y poco convencional de ascendencia estadounidense, mexicana y cubana. Su madre murió cuando ella, la tercera de cuatro hermanos, tenía apenas cinco años. Tras iniciar sus estudios en Barcelona, a los diecisiete años se marchó a Inglaterra, donde se graduó. En 1935 se casó con Pierre Kurz, catalán de origen alsaciano (y de quien tomó el apellido añadiéndole una “t”), y ambos se instalaron en Francia, donde vivieron el estallido de la Segunda Guerra Mundial y donde permanecieron hasta 1943, cuando regresaron a España, después de que él lograra huir del campo de concentración donde pasó dos años, un tiempo en el que Carmen Kurtz trabajó para el consulado español tramitando visados para todos los que huían del exterminio y de la guerra. En el año 36, por cierto, había nacido Odile, la hija de ambos, a la que en 1940 mandaron a casa de sus abuelos en Barcelona para alejarla de la guerra. De todo ello da cuenta la autora de forma novelada en Duermen bajo las aguas.
Bajo ese metafórico y evocador título, la de Kurtz es a la vez una novela de formación, un canto a todo aquello que quizá no aconteció o no fue dicho pero que no por ello carece de entidad, pues existió en nuestra imaginación o en nuestro deseo, y es, por encima de todo, una celebración de la vida. La novela está guiada por un férreo instinto de supervivencia; no ya de nuestra integridad física sino, sobre todo, de nuestra integridad moral o personal. A su vez, el vuelco y la madurez que experimenta la protagonista, el cambio de mundo, es el de toda una generación.
A su regreso a España en plena posguerra, Carmen Kurtz empezó a escribir literatura infantil como medio para ganarse la vida, un género que simultaneó con una narrativa para adultos protagonizada por mujeres que, como ella, querían tener autonomía económica y personal y en la que abordó temas como el divorcio o la prostitución, lo que le exigió una gran tenacidad para lidiar con la censura. En 1956 obtuvo el premio Planeta por El desconocido y en 1962 vio la luz Óscar cosmonauta, el primero de una serie de populares libros protagonizados por el mismo personaje y destinados al público infantil y juvenil y con el que ganaría el premio Lazarillo y quedaría finalista del galardón internacional más prestigioso del género, el Hans Christian Andersen. En la década de los setenta, tras la publicación de la trilogía Sic Transit y la novela Cándidas palomas, puso fin a su obra para público adulto y se dedicó únicamente a la literatura infantil y juvenil, que simultaneó con una intensa actividad como conferenciante y colaboradora de prensa, radio y televisión. La reciente reedición de Duermen bajo las aguas es la ocasión para conocer o redescubrir a otra de nuestras clásicas contemporáneas, que escritoras y periodistas como Ana María Moix o Maruja Torres consideraron un referente, y es también una estupenda lectura en la que sumergirse el próximo verano.
No sé exactamente cómo llegué a la escritora Maite Núñez. Creo que en algún momento contactamos a través de FB y en abril me invitó a la presentación de su último libro de cuentos, Esta espera que lo envenena todo, y decidí ir. No tenía ni idea de lo que me encontraría. Me he encontrado a una maestra del relato breve.
Según leo en la solapa del libro, Maite Núñez (Barcelona, 1966) es licenciada en Historia Moderna y Contemporánea, en Documentación, y tiene un doctorado en Periodismo. Ha publicado artículos, reseñas literarias y cuentos. Desconozco sus otras facetas pero, leyendo Esta espera que lo envenena todo, no cabe duda de que el género le apasiona, y lo domina. Ha recibido además diversos galardones que lo confirman. No todos los cuentos son igual de redondos, pero la mayoría de ellos tiene ese final a la vez limpio (sin estridencias) y contundente que deja al lector noqueado. También la estructura del libro está muy lograda, con personajes que protagonizan unos cuentos y reaparecen en otros, de modo que el libro tiene bastante de novela coral a lo Short Cuts. La incertidumbre y la tensión consecuente, que se plantea en el primer relato, reaparece a la mitad y no se resuelve hasta el último cuento, dando pleno sentido al título del libro, también para el propio lector, es otra de las constantes. En cuanto al lenguaje, es funcional pero preciso.
Aunque se trata de cuentos perfectamente realistas, en la estela de autores como Cheever o Carver, Núñez utiliza con frecuencia elementos que funcionan de manera simbólica o alegórica, desplazando del elemento real al simbólico el conflicto o la emoción que plantea el cuento. Sucede con el pájaro encerrado en el extractor en “Si todo va bien” y con los farolillos para la fiesta de cumpleaños en “Desdiciendo la tormenta”. Esos dos cuentos, más el último que cierra la serie, están protagonizados por los mismos personajes principales: Luisa, Pieter y el pequeño hijo de ambos, ingresado en el hospital a la espera de un posible diagnóstico grave. La acción con la que se cierra este primer cuento supone una resolución del relato, pero no de la situación: habremos de esperar hasta el final del libro para conocer cuál es la resolución del drama. Nos deja pues, como a Luisa y a Pieter, en un compás de espera. Una inteligente y muy interesante decisión de estructura, insisto.
Mientras tanto, a lo largo del libro, el resto de los cuentos nos van a dar a conocer las cuitas de los demás vecinos de San Cayetano, el municipio inventado donde sucede todo. Astutamente, por el uso de apellidos y nombres donde resuenan todas las nacionalidades (y que a la autora le sirven para hacer juegos y rendir homenajes varios), no sabemos si estamos en una localidad de la costa oeste estadounidense vecina de Santa Mónica o en cualquier suburbio o urbanización metropolitana de cualquier país occidental (la globalización era esto, ¿no?). No sabemos si Núñez ha vivido en California o, más bien, se trata de una ficcionalización de la propia localidad vallesana donde creo que vive; su lugar de residencia pasado por la querencia y la influencia de todos esos suburbios norteamericanos que nos llegan a través de los cuentos de los citados Cheever o Carver, autores de los que sin duda bebe.
Los relatos se acercan a la cotidianidad de las personas, a las zonas en sombra: temores, manías, deseos (con frecuencia desconocidos por el propio protagonista). No se trata necesariamente de grandes secretos, simplemente de una realidad algo menos presentable, ordenada o coherente de lo que las apariencias indicarían, con esa espina dorsal de la incertidumbre y la espera que atraviesa todos los relatos. Hay en los cuentos de Maite Núñez precisión, ironía y ese aliento poético que queda flotando en el aire tras la resolución de sus mejores cuentos. ¡No os la perdáis!
Hace unas semanas tuve la suerte de mantener una larga conversación con Joan-Carles Mèlich a propósito de su último libro, El escenario de la existencia. De aquella conversación, el sábado se publicó una entrevista en La Vanguardia centrada en la analogía fundamental a partir de la que construye su ensayo, la vida como teatro o, en su caso, la concepción de la existencia como drama o representación.
Hoy hay pocos autores con la ambición y la capacidad de construir obras tan amplias y orgánicas como ésta, en la que a partir de la metáfora teatral realiza toda una exploración acerca de la condición humana de acuerdo con las bases de su filosofía: esa filosofía narrativa y de la finitud que tiene como punto de partida la “razón desvalida”. Sin duda, estos tiempos nuestros, precarios, apresurados y desatentos, no casan muy bien, ni desde el punto de vista del autor ni del lector, con obras que no sean fragmentarias, colecciones de artículos, crítica filosófica o cultural más que propuesta de un nuevo punto de vista o paradigma de análisis y articulación de un cuerpo teórico. Mèlich se atreve. Ojo, lo suyo no es un “sistema” y mucho menos “cerrado”, algo que entraría en contradicción con esa razón desvalida y esa filosofía narrativa, siempre abierta, siempre inacabada, que él postula. Aun así se arriesga a construir un cuerpo orgánico que no se circunscribe a este libro sino que arrancó ya en 2019 con La sabiduría de lo incierto y siguió en 2021 con La fragilidad del mundo (y que, en el fondo, arraigaba ya en sus libros anteriores acerca de la Filosofía de la finitud o la Ética de la compasión). Dice que ahora le gustaría escribir un cuarto libro en torno al amor y el deseo y donde la figura protagonista, tras el lector, el caminante o el actor, que han sido las figuras centrales de los anteriores libros y en cierto modo los alter egos que le han permitido entrar narrativamente en los proyectos, sería el escritor. Lo estaremos esperando, sin prisa.
Podéis leer la entrevista más abajo:
La tradición occidental se ha caracterizado por la defensa del alma frente al cuerpo, de lo interior frente a lo exterior, de lo universal frente a lo singular, y esa defensa ha tenido importantes repercusiones políticas, éticas y pedagógicas. En su nuevo libro, el filósofo Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961), Premio Nacional de Ensayo 2022, defiende una filosofía contraria a esa tradición. Según él, no hay “vida interior” o, lo que es lo mismo, no hay una identidad sustancial, inmóvil e inmutable. Por el contrario, “el yo –sostiene– es una exterioridad radical”, una perspectivade la que se deriva una existencia entendida como drama o representación.
¿Qué significa y qué implicaciones tiene esa “exterioridad radical”?
Significa que el “yo” es en realidad un flujo de relaciones disonantes, sujetas a la ambigüedad, con los otros y con lo otro. Existir es “estar afuera”. El yo o la identidad son ficciones de continuidad, es decir, un conjunto de narraciones, siempre incompletas, que tienen que dar respuesta aquí y ahora a las situaciones de la vida ordinaria. Pero no encontramos esas respuestas en un manual de instrucciones, por eso no podemos eludir el vértigo.
¿No hay existencia sin vértigo?
Efectivamente. No hay existencia auténtica sin vértigo, porque el vértigo tiene que ver con la ambivalencia del existir, con la incertidumbre, la fragilidad, lo inhóspito, la finitud;con lo indisponible, en suma, con todo aquello que escapa a nuestro alcance o control.
La metáfora del mundo como teatro ha descrito desde hace siglos la condición humana. ¿Por qué regresa a ella en su libro?
Porque no se ha agotado. Yo creo que el teatro es estructural a la vida. Y esto es así porque la vida es drama, es un relato que se construye a partir de una herencia, pero respondiendo de manera improvisada o “propia” o “fuera del guion” a todo aquello que se nos va presentando en la vida cotidiana. La metáfora del teatro funciona para subrayar algo a lo que la filosofía ha prestado poca atención, que es esa dimensión representativa de la vida.
Cuéntenos.
Hannah Arendt distingue entre vida contemplativa y vida activa, y prima la segunda sobre la primera porque es fundadora de algo nuevo. Sin embargo yo prefiero hablar de vida representativa, porque al nacer heredamos un guion o, dicho de otro modo, siempre llegamos con la historia empezada, nada ni nadie es enteramente nuevo o completamente libre. El guion nos otorga un nombre y unos apellidos, nos clasifica en un género, nos otorga (o no) una ciudadanía concreta, nos ubica en tal o cual clase social, e indica además cómo debemos comportarnos, qué tipos de relaciones podemos establecer con los otros… El ser humano es un actor que representa un guion en un escenario. Sin ese guion, no podríamos habitar el escenario de la existencia.
¿Por qué habla de “escenario”?
Porque no hay experiencia del mundo como totalidad. Hay experiencia solamente desde una interpretación o una perspectiva del mundo. Esa perspectiva es el escenario.
Distingue entre actor y personaje.
Un personaje es aquel que se limita a cumplir el guion, mientras que un actor crea el argumento de la representación, su biografía, arriesgando sus propias respuestasa partir del guion heredado. Si no queremos que nuestra existencia se convierta en un desierto, no podemos limitarnos a cumplir el guion.
Pero el guion establece unos límites.
Claro. Por eso esta moda del “yo me autopercibo como quiero” es falaz. Porque el guion no es una camisa de fuerza, pero tampoco está completamente abierto. ¡La herencia pesa! Además, para poder cuestionar un guion hemos de tenerlo, del mismo modo que para que haya libertad, tiene que haber límites.
Vivimos tiempos narcisistas.
Sin duda. Este es un libro contra la arrogancia de una sociedad en la que parece que el “yo” pueda decidirlo todo, donde no se acepta la indisponibilidad, lo cual es el resultado de la extensión de la lógica de la tecnología a todos los ámbitos de la existencia.
¿La alteridad es más importante que el yo?
Es, de hecho, su condición de posibilidad. El uno es el primero de los números naturales, pero en el escenario de la existencia, para la filosofía narrativa, el primer número es el dos, porque en el principio era el vínculo. El ombligo es la marca en el cuerpo que muestra que en el principio era el dos.
Afirma que “la interioridad no existe”pero, si no hay interioridad, memoria, ¿cómo nos narramos?
¡Es que la memoria es exterioridad pura! Pensemos por ejemplo en la Recherche de Proust. Podemos entenderla como un viaje a “la interioridad”, de acuerdo, ¡pero todo lo que detona es exterioridad! Sin el afuera no puede haber narración, biografía, porque lo otro y los otros están en el afuera. Y porque los adverbios están en el afuera, y para la filosofía narrativa la existencia tiene condición adverbial: escénica y situacional. En el principio no era el verbo sino el adverbio: el cómo, el cuándo, el dónde.
De nuevo, en este libro acude a los clásicos de la Literatura para rebatir a los filósofos de la Razón con mayúsculas, como Descartes…
Porque esas obras no son arracionales o irracionales sino que contemplan otra lógica, otra razón; la que yo, con Zambrano, llamo “razón desvalida”. Una razón que no se concibe autónoma y ajena a un cuerpo, al contrario, es la razón de un cuerpo, por eso es impura, frágil, y está vinculada a un tiempo y a un espacio concreto. Es una razón en la que no todo es blanco o negro sino que contempla el gris, que es el color de la existencia. Es una razón que matiza y que mantiene siempre abierta la conversación, hasta que cae o uno echa el telón.
En su último libro, la ensayista francesa Hélène Frappat (París, 1969) desvela y analiza uno de los más poderosos mecanismos empleados para silenciar a las mujeres y que ha adquirido un nombre propio: el gaslighting o luz de gas, el mismo que da título al libro. A partir de la mítica película protagonizada por Ingrid Bergman y dirigida por George Cukor Gaslighting, la autora se acerca a distintos personajes femeninos, reales, ficcionales o mitológicos, para ver de qué modo sufrieron un intento de silenciamiento a través de la manipulación o el engaño por parte de sus pares masculinos. Hablo de todo ello en mi última colaboración para La Vanguardia.
Podéis leer el artículo entero más abajo o clicando aquí.
Las mujeres llevamos siglos construyéndonos como sujetos entre el silencio y la mistificación, entre la falta de voz o de crédito a nuestra voz en la esfera pública y las idealizaciones tramposas. En su último libro, la ensayista francesa Hélène Frappat (París, 1969) desvela y analiza uno de los más poderosos mecanismos que se han empleado para enmudecernos y que ha adquirido un nombre propio: el gaslighting o luz de gas, el mismo que da título al libro.
Dicho en corto, hacer luz de gas es engañar y manipular al otro para que quede a expensas de nosotros, carente de autonomía y voz propias. La palabra, y este es un detalle maravilloso, tiene origen en la película de 1944 dirigida por George Cukor y protagonizada por Ingrid Bergman Gaslighting (que aquí se tradujo como Luz que agoniza), y que a su vez se basaba en una obra teatral previa. Se trata de un término que ha hecho fortuna, desbordando el ámbito de las relaciones personales para pasar a describir la manipulación y la mentira como estrategia política tan característica de los populismos y autoritarismos de nuestros días. Tanto es así que, en 2022, el diccionario en línea estadounidense Merriam-Webster la declaró palabra del año, y hoy también está en el centro de la reflexión y las luchas feministas.
En su libro, Frappat no solo realiza un minucioso e interesantísimo análisis de la película para mostrar cómo opera el mecanismo y, muy importante, cómo revertirlo. Además, a partir de la obra de Cukor, la ensayista francesa se acerca a distintos personajes femeninos, reales, ficcionales o mitológicos, para ver de qué modo sufrieron un intento de silenciamiento a través de la manipulación o el engaño por parte de sus pares masculinos, de Alicia a Antígona, pasando por Helena o Casandra y deteniéndose en personajes de carne y hueso tan injustamente olvidados como Martha Mitchell. Esta moderna Casandra fue la esposa del fiscal general de Nixon y la primera que denunció el escándalo del Watergate, por lo que sufrió una auténtica campaña de luz de gas por parte de su marido y toda su camarilla política con el fin de desacreditarla y acallarla, estrategia que se vio reforzada por la complicidad de un sistema sanitario que la trató de alcohólica y desequilibrada. El “efecto Martha Mitchell” refleja el sesgo de género que ha existido en el diagnóstico psiquiátrico y sirve a la autora para denunciar de qué modo el sistema médico pero también Freud con la invención de la “histeria”, han sido cómplices de esta situación. Y es que esta “pseudoenfermedad” o falso concepto “desempeña un papel crucial en un gaslighting milenario que pretende despojar a las mujeres de toda autoridad”.
“La ironía forma parte de la comprensión”, decía Hanna Arendt. Y la ironía es también el mecanismo de supervivencia de la mujer a la que hacen luz de gas, dice Frappat a partir del análisis del film de Cukor. También Antígona se ríe muchos siglos antes. La autora se refiere a la tragedia de Sófocles como “el primer caso documentado en la literatura de una victoria individual contra el gaslithing”. Y es que cuando Creonte acusa a Antígona de loca: “te posee el mismo viento de la locura”, le dice, ella revierte la acusación, es decir, realiza una “apropiación irónica”, y le contesta: “¿crees que actúo así porque me he vuelto loca? Quizás seas tú el que delira”. La risa logra que la humillación, la duda, el terror y la vergüenza, ¡y no la voz de la mujer!, se desvanezcan. Ya lo dijo John Waters, el sentido del humor es un caballo de Troya en el vientre de la cultura dominante.
Teffi fue una escritora extraordinariamente popular en la Rusia prerrevolucionaria, admirada por personajes tan dispares como Lenin o el zar Nicolás II. En mi último artículo para el Cultura/s de La Vanguardia, reseño sus emblemáticas Memorias, recientemente publicadas por Libros del Asteroide. Podéis leer la reseña más abajo.
Teffi, seudónimo de Nadezhda Alexándrovna Lójvitskaya (San Petersburgo, 1872 – París, 1952), nació en una familia noble y amante de la literatura. Ella y sus tres hermanas fueron escritoras, aunque fue Teffi la que alcanzó mayor popularidad. En la Rusia prerrevolucionaria había incluso perfumes y caramelos con su nombre, y era admirada por personajes tan dispares como Lenino el zar Nicolás II. Escribía en el Satirikón, una de las revistas satíricas que florecieron en la convulsa sociedad rusa de principios de siglo, y en el popular periódico La palabra rusa.Fue una autora prolífica y una maestra del género breve, ya se tratara de cuentos, obras de teatro de un solo acto o los folletines que publicaba por entregas en la prensa. Partidaria de la revolución en sus inicios, pronto se distanció de los bolcheviques.
Precisamente, estas emblemáticas Memorias, recientemente editadas por Libros del Asteroide, dan cuenta del periplo que en 1918 la llevó de Moscú a Estambul huyendo de la guerra civil; un viaje que acabaría en París en 1920, donde vivió exiliada hasta su muerte en 1952. Quizá lo más notable de estas memorias sea su tono, y el estilo del que forma parte; un tono ligero y desafectado que resulta particularmente llamativo en un relato que rememora un viaje en plena guerra, donde la narradora pasa miedo, frío y hambre y, desde luego, mucho cansancio e incomodidad. Pero se diría que esa ligereza, que nada tiene que ver con la banalidad sino con la vitalidad y un profundísimo sentido del humor, es un rasgoradicalmente propio y personal de una autora poco dada a transigir por acomodarse a lo común o lo esperable. En la narración de Teffi hay ironía y humor negro, incluso absurdo (algunos diálogos recuerdan a aquellos otros de Groucho Marx en alguna de sus películas). Hay capacidad de observación y precisión expresiva con las que recrea imágenes y caracteres con viveza. Hay ausencia de retórica. Por ejemplo, el relato arranca con un escueto“Moscú. Otoño. Frío” para situar la primera escena, que sin duda informa también de la influencia de la escritura teatral y sus acotaciones. Hay un entrenado talento para la sátira pero también compasión y un poso de melancolía. Hay realismo, pragmatismo, y una agilidad que casa a la perfección con ese tono despreocupado y desprejuiciado. Es muy chejoviana, es cierto.
Advierte la propia autora de qué es lo que nos vamos a encontrar o, más bien, lo que no. El lector no encontrará ni figuras heroicas, ni críticas a tal o cual corriente política, ni ningún tipo de elucidación o conclusión, dice Teffi. Ella simplemente observa la vida con su mirada clarísima, trata de vivir, y da cuenta de ese latido. Lo cierto es que a través de este relato nos llega también parte del cuadro de una época y de sus gentes, de sus rasgos y sus conflictos.Y como en los grandes autores, el humor de Teffi no excluye el sentido trágico de la existencia. Al contrario. Y así, leemos calificando la vida cotidiana de Odesa en aquellos días caóticos: “Vivir en un chiste no es algo alegre, sino más bien trágico”.
¿Qué sería del pensamiento occidental si Penélope, Demeter o Diotima tomaran la palabra? ¿Y si la narrativa histórica pusiera el foco en Agripina, Safo, Artemisa y todas aquellas cuyo nombre no trascendió pero que de una forma u otra marcaron el curso de la historia?
A lo largo de este año, distintos libros han vuelto la mirada a la Grecia antigua para redescubrir el lugar que ocuparon las mujeres en el pensamiento, el arte y la historia. Unos exploran la construcción del orden simbólico patriarcal y otros imaginan alternativas, otros más se interesan por la creación y la transmisión de los mitos, contribuyen a sacar del anonimato el trabajo de algunas artistas de la antigüedad o apartan las figuras masculinas del centro de la escena y ponen el foco en las femeninas para saber qué nos cuentan ellas de la historia del mundo antiguo. En este artículo para el Cultura/s de La Vanguardia repaso algunos de estos libros.
Podéis leer el artículo más abajo o clicando aquí.
Si vivimos en una cultura patriarcal y, tal como expresó un Percy B. Shelley arrebatado, todos somos griegos, quizá no debería sorprendernos encontrar allí los fundamentos de esa razón androcéntrica. Esto es lo que propone La lágrima de Jantipa, un ensayo en el que el profesor y ensayista Manel García Sánchez (Barcelona, 1967) se acerca a la obra de los pensadores de la Grecia Antigua para ver cómo estos autores se relacionaron con la feminidad y cómo construyeron un orden simbólico en el que, reelaborado una y mil veces, aún andamos inmersos; por mucho que ya se le hayan roto las costuras y haga tiempo que aquí y allá emergen modelos alternativos. A la misma fuente acude la filósofa y pensadora feminista italiana Adriana Cavarero (Bra, 1947), de la que muy oportunamente se reedita el ya clásico A pesar de Platón, pero con una intención distinta: liberar a las mujeres de su condición de objeto del pensamiento masculino para que puedan construirse como sujetos desde su propia subjetividad. Por su parte, en La venganza de pandora, la escritora y clasicista británica Daisy Dunn (Londres, 1987) aparta las poderosas y desmesuradas figuras masculinas del centro de la escena para poner el foco en las femeninas y así contar la historia del mundo antiguo a través de las mujeres. Por último, La Jarra de Pandora, de la escritora y especialista en mundo clásico Natalie Haynes (Birmingham, 1974), indaga en la construcción y la transmisión de los mitos griegos desde la perspectiva de las mujeres. Esta revisión de la cultura clásica se completa con el trabajo de los historiadores Marta Carrasco Ferrer y Miguel Ángel Elvira Barba, cuyo libro Mujeres Artistas de la Antigua Greciacontribuye a sacar del anonimato el trabajo de algunas de aquellas artistas.
Para desarrollar su tesis, el ensayo de García Sánchez transita por los distintos espacios, reales y simbólicos, de la sociedad helena: la ciudad y el campo, el ágora, el mercado, la academia, el teatro y el mito. Y es que la voluntad del autor es realizar un análisis de lo que en términos contemporáneos llamaríamos las “tecnologías del género”, es decir, los discursos, los espacios y los contextos que, en la Grecia Antigua, conducirían a una niña a convertirse en una “verdadera mujer” según los estándares de la masculinidad hegemónica. Se trata, además, de una aproximación de carácter cultural, que considera tan forjadores de pensamiento los tratados filosóficos como los mitos y los poemas. El autor no pretende juzgar sino comprender, por lo que rehúye aquellas aproximaciones que, desde un feminismo de la diferencia, destierran a autores, pero también la ingenuidad de hacer de los relatos de libertad individual o emancipación personal que encarnan figuras como las de Aspasia, Hipatia, Safo o Antígona, vanguardia de un movimiento protofeminista que nunca existió.
Y es que, a pesar de la admisión de mujeres en la secta pitagórica o en el jardín de Epicuro, de la abolición de la familia y la propiedad privada en la República de Platón o del discurso “contracultural” de los cínicos, lo cierto es que de la épica homérica a la filosofía aristotélica, la generalidad de los discursos y los relatos fueron cimentando una moral androcéntrica, frecuentemente misógina, y asimétrica desde el punto de vista social y sexual. Este estado de cosas es justamente el punto de partida del gesto iconoclasta o subversivo de Adriana Cavarero, que decide sustraer algunas figuras femeninas de la Antigüedad de los discursos originales que las atrapan y dotarlas de una vida autónoma. Pues, ¿qué sería del pensamiento occidental si mujeres como Penélope, Demeter, Diotima o la memorable sirvienta tracia tomaran la palabra? ¿Cómo alteraría esa posibilidad nuestras nociones acerca del cuerpo, la sexualidad, la identidad o el poder? Más aún: ¿de qué modo esa hipótesis desvelaría el “matricidio simbólico original” en el que hunde sus raíces la filosofía occidental que, desde Platón, girará en torno a la muerte (y no el nacimiento) como espacio de sentido?
La historia de la Antigüedad es un relato de guerreros, conquistadores y reyes. Para intentar revertir esa tendencia, Daisy Dunn podría hilvanar una colección de capítulos sobre Cleopatra, Agripina o Safo seguidas de otras tantas artistas, escritoras y líderes. Sin embargo, reconoce la autora, “el resultado estaría muy lejos de ser una historia completa”, pues la trascendencia de las contribuciones femeninas al mundo antiguo va más allá de las aportaciones de algunas mujeres extraordinarias. Hacer visible la participación femenina en la construcción del mundo clásico es el reto que asume Dunn en su libro. Un reto que abarca tres mil años, desde la Creta minoica hasta la Grecia micénica, desde Lesbos hasta el Asia Menor, desde el Imperio Persa hasta la corte real de Macedonia y concluyendo en el imperio romano. Natalie Haynes ofrece por su parte un nuevo contrapunto al relato hegemónico, atendiendo en su caso a la mitología clásica. Siempre armada de humor, la escritora se sumerge en los principales personajes femeninos de la mitología griega para desentrañar su génesis y su transmisión y ampliar la interpretación más comúnmente extendida, incluyendo epígonos y versiones contemporáneas, de Margaret Atwood a Carol Ann Duffy. No para desmentir el sesgo patriarcal de la mitología griega, sino para señalar que la realidad o la verdad de las cosas suele ser mucho menos monocorde y más compleja.
Creadoras ocultas entre diosas y heroínas
Aunque el estudio de la creatividad artística femenina está recibiendo una atención creciente, pocos investigadores se han ocupado del pasado más remoto. Justamente, el libro de Carrasco y Elvira alumbra el periodo de la Grecia mítica e histórica para salvar del olvido a mujeres que dejaron su huella en las artes. De la mano de historiadores como Plinio el Viejo, los autores dan a conocer la identidad de algunas artistas continuadoras de la labor de Penélope, una de las primeras tejedoras, recuperando a pintoras como Timarete, Irene, Calipso, Aristarete, Laia y Olimpias.
Mi último artículo para el Cultura/s es una reseña de Polilla, el debut literario de Alba Muñoz. Esta novela autoficcional es una incursión en la posguerra de Bosnia de la mano de una joven aspirante a reportera que se enfrenta a los horrores del conflicto y a sus propias zonas oscuras. Un libro en el que hay autenticidad, precisión, rabia y metáforas y se lee de un tirón a lomos de la intensidad que respira.
En 2009, recién graduada de la facultad de Periodismo, Alba Muñoz (Barcelona, 1985) viaja a Bosnia con la ambición de convertirse en reportera. El deseo de aventura que subyace a esa ambición es el mismo que le lleva a decidir quedarse en el país junto a Darko, un joven bosnio al que conoce la víspera de su regreso, cuando el grupo con el que ha viajado vuelve a Barcelona. Este es el punto de partida del debut literario de la periodista Alba Muñoz, una novela en la que se mezcla la narración de la investigación para un reportaje que no llegó a ver la luz con la propia vida de la autora.
La joven reportera se queda en Bosnia con la intención de conocer de primera mano la postguerra de un país que había vivido el entonces último conflicto bélico europeo: la guerra de los Balcanes. Lo que descubre es el monstruoso y pujante negocio de la trata de mujeres, que planta sus semillas durante la guerra pero que florece en la postguerra, al calor del dinero de quienes supuestamente estaban allí para velar por el mantenimiento de la paz y contribuir al desarrollo económico de la región. En ese mismo contexto, la narradora explora sus propias zonas oscuras, la fuerte dependencia sexual e instintiva de un hombre que no le satisface personalmente, la conflictiva relación con su padre.
Se revela así esta novela como un viaje al centro de la noche de nuestra historia colectiva y de la historia de la protagonista, donde lo más valioso es su honestidad, su voluntad de huir de los consensos, su capacidad para enfrentarse y enfrentarnos con la verdadera naturaleza del deseo, con su ambigüedad. Una actitud que lo hermana con los postulados que expone Clara Serra en su Sentido del consentir; del mismo modo que en el espíritu y el feroz pulso narrativo tiene mucho que ver con ese Matar el nervio de Anna Pazos, ambas novelas de exploración y construcción de la identidad como sujeto mujer pero liberadas de cualquier imposición programática. Un libro en el que hay autenticidad, precisión, rabia y metáforas y se lee del tirón a lomos de la intensidad que respira.