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Postales de un verano urbano.

Domingo, 11 de agosto

La Barceloneta en Eva Muñoz blog

Nunca he estado en Coney Island, a pesar de haber estado un par de veces en Nueva York. Víctor, un amigo que vivió una temporada allí me dijo, cuando conoció la Barceloneta, que le recordaba a Coney Island. Me pregunto si a la Coney Island real o a la literaria. Como no conozco la real, para mí las dos son la misma cosa. La Coney Island literaria es una playa popular. Y sí, la Barceloneta también lo es, además de ser una playa al final de la ciudad, y ahora tiene un paseo de tablas de madera en uno de sus tramos.

Este verano me he reconciliado con la playa de la Barceloneta, con la que es desde la operación urbanística que arrancó con las Olimpiadas del 92 y que “abría la ciudad al mar”. Apenas alguna vez en los últimos años me había bañado en el mar en la playa de la Barceloneta. Detestaba su arena basta y polvorienta como la que se emplea en las obras, sembrada de basura y atestada de turistas, el agua turbia. Todo ello bajo un sol implacable que me parecía derretir los cuerpos en una amalgama sucia.

La sorpresa ha sido encontrar este año, en los días en que hay pocas olas, el agua transparente; fijarme en que, además de los turistas, a la playa acudimos muchos de los que vivimos en la ciudad, aún. Le hablo hace un momento a Trevor de mi reciente e inesperado hallazgo y me dice que sin duda es obra del alcalde Trías, y me río imaginándome al alcalde -el hombre dotado de una de las voces más feas y ridículas que conozco- dragando la playa a pleno pulmón en su enloquecido afán por convertir Ciutat Vella en una “ciudad de vacaciones”, lo que, según mi amigo, requiere una playa limpia, y no el desaguadero urbano con que contábamos. Disfruto pues de rebote de esta playa que no es para mí.

Es Eduardo Lago quien me lleva a Coney Island. Leo su novela Llámame Brooklyn, magnífica, sentada en la terraza del Santa Marta, frente al mar. Un año más y estoy de nuevo sentada en el Santa Marta. Escucho las conversaciones de los vecinos, pero ésta de hoy no me interesa (por eso, cuando transcribo estas notas, ni la recuerdo).

En el extremo derecho de la playa, entre el Club Natación Barcelona y el hotel Vela, el agua estaba hoy transparente, sin apenas olas. No había una sola nube en el cielo y el mar tenía un profundo color azul a lo lejos, que se aclaraba en turquesa y verdoso conforme acercabas la vista a la orilla. Lo surcaban veleros blancos, surfistas remando sobre sus tablas, una moto acuática que rompía la calma. Al fondo, a veces, un trasatlántico aparecía en el campo de visión por la derecha, una golondrina cruzaba el cuadro de izquierda a derecha, de regreso al puerto. Me he dado un largo baño. La brisa era dulcísima. Veía mi cuerpo bajo el agua y, muchos metros más abajo, el fondo de arena ondulado.

Sigo leyendo en la terraza del Santa Marta. El camarero guapo, el moreno de pelo rizado y labios gruesos, sigue trabajando aquí. Acaba de llegar. Ha recogido la sombrilla a mi izquierda, ha coqueteado con una clienta, no conmigo. Son las seis de la tarde.

Jueves, 15 de agosto, gradas del hotel Vela

Contemplo los dos lienzos, el del mar y el del cielo, desde aquí. El mar bullente y vivo, intensamente azul, salpicado de algunos barquitos blancos, veleros que a esta distancia son como los dibujan los niños, graciosos triangulitos. El cielo pálido a causa de las nubes, que hoy son bastantes, de la neblina.

Viernes, 16 de agosto

Bar El Born – Miro al hombre joven y delgado que toma su café con leche acodado en la barra y luego sale a la puerta a fumar un cigarrillo. Aún no ha alcanzado los cuarenta, aún le favorece el mal dormir, la camiseta de interior y el pantalón bermuda arrugado, las alpargatas… mientras mastica el sueño y el cruasán, con voluptuosa indolencia, a las cuatro de la tarde. Tenía, cuando era joven, predilección por lo hombres flacos, andróginos, de perfiles afilados.

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En casa – No lo sabía. Nunca había reparado en ello y ahora lo hago. La casa en la que vivo, en la que llevo viviendo catorce años, es la casa en la que he vivido más tiempo en mi vida. Cuando la miro a lo largo, en penumbra, desde mi cama -la vista me alcanza hasta el balcón abierto frente a los vitrales de la iglesia, en el otro extremo-, me parece un barco. Y me gusta. R. y yo la abandonaremos pronto. Nos mudaremos. Qué bonita posibilidad: mudar, por mor de cambiar de casa. La constatación del tiempo transcurrido me hace sentir vieja, como la juventud del camarero, del chico acodado en la barra. Oh, pero ellos no son tan jóvenes. Todos prolongamos hoy nuestra juventud. Es una distancia perfectamente franqueable de forma transitoria.

Domingo, 18 de agosto

De nuevo en “el confín”, en las gradas detrás del hotel Vela. El viento sopla hoy un poco más fuerte. El mar moteado de gaviotas. Un hombre navega, con un remo, sobre una tabla de surf. Hace no mucho tiempo, creo, que se ha puesto de moda este deporte. Es hermoso ver las figurillas delgadas en la distancia, remando sobre la tabla. Recuerdan esas figuras esbeltas, apenas unos trazos simples su silueta, de las pinturas africanas de Barceló, los individuos de Giacometti. Parecen tan frágiles, tan precario su equilibrio. Una perfecta metáfora de todos nosotros en nuestras vidas.

La Barceloneta en blog Eva Muñoz