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En mi artículo de esta semana en el Cultura/s de La Vanguardia escribo acerca de Los brotes negros, un libro en el que Eloy Fernández Porta relata y explora un trastorno de ansiedad padecido recientmente. Conmovedor, lúcido y muy valiente. Podéis leerlo íntegramente más abajo.

Los brotes negros, el último libro del escritor, crítico cultural y performer Eloy Fernández Porta (Barcelona, 1974) no es un ensayo, el género que más frecuenta. Esta vez se trata más bien de “literatura del síntoma”: el relato y la exploración de un trastorno de ansiedad y sus oscuras floraciones. En un registro que alterna sin apenas transición el diario, la correspondencia y el análisis,  encontramos fragmentos de vida que se dirían escritos desde el vértice del dolor o algún lugar muy cercano, pero también la reflexión algo más distante acerca de esa experiencia: una búsqueda de síntomas previos, de causas u orígenes que lo llevan a la infancia, a la familia, a rupturas sentimentales y, por supuesto, a una lectura de la enfermedad entendida como la somatización por un cuerpo, el suyo, de las claves de la sociedad neoliberal introyectadas y llevadas al paroxismo: la velocidad, la producción, la exigencia incesantes.

Cuerpo y libro -perfectamente blanco, breve- se nos presentan frágiles, atravesados por las quiebras y contradicciones de nuestra contemporaneidad y por el grito con que se expresa la angustia. “Soy caja de resonancia de una patología comunal. ¿Quién no grita?”, escribe el autor de Afterpop. Enferma la sociedad entera, sí. Sin embargo, el dolor tiene siempre un cuerpo y un rostro concretos. O a propósito de un libro que hace de su dolencia materia prima narrativa, se pregunta: ¿qué diferencia hay respecto al mandato neoliberal que nos conmina a la superación y a la producción constantes?

Hay algo desasosegante y muy conmovedor en el libro de Fernández Porta y es que reconocemos los síntomas, el caldo de cultivo. Es el libro de uno de nosotros, de un agente cultural para ser más precisos, uno de los más dotados y exitosos por cierto. Sin embargo, no es Simone Biles (a la que él mismo alude) renunciando a competir por otra medalla olímpica ni Kurt Cobain dejándonos un bello y joven cadáver sobre el que apuntalar el mito del artista maldito. Se trata de algo mucho más cotidiano, carente de dimensión épica o trágica pero que destila un humanísimo dolor, humildad y valentía, lucidez tal vez a su pesar. “Al declararme incapaz trato en vano de impugnar un sistema que solo sirve para los superdotados y no podrá sino crear multitudes de tullidos afectivos, negados rencorosos, desechados, donnadies”. Quizá el único modo de salvarse sea tratar de escapar a esa lógica binaria del “capaz/incapaz” que responde además a unos estándares impuestos. La poesía y el arte escapan a esa lógica, aunque no a un sistema presto a inocularla de nuevo.