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Eva Muñoz

~ Periodista y escritora

Eva Muñoz

Publicaciones de la categoría: Acerca del cuerpo

Acerca del cuerpo II. Particular crónica del Campeonato de España de peso superwelter

04 lunes Mar 2013

Posted by Eva Muñoz in Acerca del cuerpo, Una habitación propia

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Boxeo, campeonato, Delgado, Dinky, hombres, Roche, Sandor, superwelter

Acudo por primera vez a un combate de boxeo. Acompaño a T. Es en la Farga de Hospitalet. Se celebra el campeonato de España de peso superwelter. Antes hay varios combates, algunos amateur y otros profesionales.

En la cola me separan de los hombres, que son el noventa por ciento del público. Una guardia de seguridad alta y corpulenta revisa mi bolso y me cachea. Para los hombres, hay hombres. Me siento como una perfecta intrusa en este ambiente de chavales de gimnasio y estoy encantada. Excitadísima. Una intelectual de mierda, fina y sofisticada, yendo a ver cómo varias parejas de hombres se parten la cara en el cuadrilátero: me parece un plan sideral. Voy flanqueada por otro, que aunque no es boxeador es grande y lleva el cráneo afeitado, así es que se me antoja el partenaire perfecto, con ese aire inequívocamente extranjero. Tiene razón él: él es el intruso, yo soy de esta ciudad, aunque haga muchos años que no viva en ella.

Una intelectual de mierda, fina y sofisticada, yendo a ver cómo varias parejas de hombres se parten la cara en el cuadrilátero: me parece un plan sideral.

Disfruto como una niña en una feria del abigarrado ritual y los códigos del espectáculo, reconociendo lo que he visto mil veces en la pantalla, tomando conciencia (cuando se es una intelectual de mierda, aunque notablemente ignorante, no hay modo de evitar estas reflexiones) de lo poblado que está nuestro léxico de palabras y expresiones procedentes del ámbito pugilístico. Supongo que en la colectividad, por fuerza han de calar estas actividades en las que los hombres deciden jugarse la integridad física, la vida, libremente, aunque cobren por ello. Antes de acudir al torneo, E. me cuenta por teléfono que sus padres se citaron por primera vez en un combate de boxeo y que uno de los contendientes mató al otro (el detalle de la sangre salpicando la primera fila ya no sé si es suyo o de mi propia cosecha).

Me recreo en todos los detalles: el gran recinto frío y oscuro potentemente iluminado en el centro, sobre el ring -T. opina, con razón, que el recinto es cutre-; el locutor, con su exageradísima forma de arrastrar la primera sílaba del alias de cada boxeador; la entrada de los boxeadores hasta llegar al ring, bajo el barrido de las luces y el estruendo de la música, saludando al público como auténticos héroes, luciendo sus brillantes y breves atuendos, sus cuerpos trabajadísimos; la perfecta coreografía al traspasar las cuerdas, cada contendiente en su esquina: el modo serio y sincrónico en que los amateurs levantan cada brazo y adelantan la cabeza para que sus segundos les coloquen guantes y casco protector, un segmento del espectáculo que, en el caso de los profesionales, que salen con los guantes ya puestos y pelean con torso y cabeza descubiertos, adopta una estética casi religiosa: los segundos masajeando por última vez la carne aún intacta pero a punto de ser lacerada del luchador, la concentración y la determinación en el rostro ligeramente adelantado, el cuerpo tensado como un arco, exactamente como en la bestia presta a atacar, aunque en algunos casos se añaden muecas y gestos humanos: máscaras de una soberbia teatralidad, el choque de puños con el que se saludan ambos contendientes, que se adelantan como si ejecutaran un paso de vals.

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En este registro desde el que yo miro (desconozco el reglamento del boxeo y el único combate real que he visto es el que recoge el documental When We Were Kings entre Muhammad Ali y George Foreman), uno de mis hombres sin duda es Toni Delgado: todo un maestro de la puesta en escena. Me fascina ese cuerpo delgado (es un peso súper ligero) en el que se leen todos los músculos estampado de magníficos tatuajes multicolores, la expresión desafiante y obstinada con la que espera a que la campana señale el inicio del combate, rostro y pelvis adelantados, la seguridad o la provocación que me parece expresan sus brazos con frecuencia a baja altura frente al contendiente. El otro (también peso súper ligero) se llama Sandor Martín y tiene cara y cuerpo de adolescente y una arrebatadora energía infantil. Es rápido y fulminante y acaba con su contrincante por KO en el segundo asalto y, con la misma energía infantil, se encarama de un salto a las cuerdas para celebrar el triunfo y recibir el aplauso del público.

El único combate real que he visto es el que recoge el documental When We Were Kings entre Muhammad Ali y George Foreman.

Llega el momento de Javier García Roche e Iván “Dinky” Sánchez, quienes compiten por el título de España de peso superwelter y a quienes todo el mundo ha venido a ver. El recinto está ahora lleno. Hay gente mejor vestida que al principio, de más edad, y más mujeres. Me entero de que Sánchez, gallego, ostenta en este momento el título de España y es el favorito, pero el catalán, Roche, valiente, carismático y en racha, cuenta con la simpatía del público. El celta, alto, enjuto, de espeso pelo ceniza y rostro adusto, tiene aspecto de hombre de otro tiempo, de campesino; más que agresivo parece duro, dotado de una infinita resistencia, como el protagonista de un cuento de London. Miro a su contrincante, el notablemente más bajo y más menudo Javier García Roche, que lo mira retador y determinado, y pienso que el otro va a hacerle mucho daño. Sin embargo, el gran fajador acaba conmoviéndome, cuando veo que Roche, pequeño pero energético y rápido como un gato callejero, le lanza profusión de golpes, incluso llega a tirarlo al suelo, mientras el gallego, con un corte en la mejilla izquierda que le ensucia la cara de sangre, parece dispuesto a encajar todos los golpes, aunque también devuelve y ataca, pero a un ritmo más lento. Desconozco si se trata de una estrategia para cansar al oponente, son formas y energías distintas, de eso no hay duda, pero al comienzo del quinto asalto Dinky empieza a golpear a Roche con contundencia, ritmo constante y notable velocidad y pienso que si Roche no es capaz de librarse del ataque, de reaccionar, va a caer. No hay tiempo de que eso suceda. El árbitro pone fin al combate por KO técnico dando la victoria a Dinky, para sorpresa del público, que se levanta enfurecido de los asientos y protesta y chilla e incluso lanza objetos. Un final que no merecía ninguno de aquellos dos hombres entregados al combate.

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Acerca del cuerpo. Algunos apuntes sobre L’Apollonide

17 lunes Dic 2012

Posted by Eva Muñoz in Acerca del cuerpo, Cine, Una habitación propia

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Bonello, cuerpo, femenino, género, L'Apollonide, masculino, mujer

Arranca L’Apollonide como podría arrancar una película sobre un ejército. Las putas que trabajan en el prostíbulo l’Apollonide bajan desde las habitaciones superiores hacia el gran salón donde se recibe a los clientes. La escalera por la que bajan es una escalera noble, con baranda de madera. El edificio en el que trabajan es una gran casa burguesa. Estamos en París, en el tránsito del siglo XIX al XX.

Descienden las putas por la escalinata y se oye el taconeo como se oirían los cascos de los caballos de un ejército que entra en acción o en escena, que aquí es lo mismo, y ese es el arranque de la película. Y es espléndido. Lo es en su aspecto formal y por lo que ello significa. Porque la película nos sitúa materialmente en lo que va a ser su contenido y en la forma en que va a abordarlo. Las protagonistas son las prostitutas vistas como trabajadoras, y si los trabajadores en la revolución burguesa son vistos como un ejército o una masa, así son presentadas aquí ellas también. Están individuadas, pero no por ello pierden su condición de unidades de un mismo ejército y mercancía. Porque ciertamente encarnan esta doble condición: ellas son a un tiempo trabajadoras y mercancía. Y, como tal, no son sino distintas variantes de un mismo producto en un mercado que, por aquél entonces, aún no había entrado en el juego de la diferenciación del producto. Eran pues las putas un producto muy sofisticado, estaban a la vanguardia del mercado.

¿Y no son acaso las putas el perfecto ejemplo del cuerpo en su doble dimensión, la más puramente material y la más simbólica?

Inmediatamente después, ¿o antes?, quizá antes, antes de los títulos de crédito (mi memoria tiene sus particularidades), el otro registro que la película va a sostener (o viceversa). Si aquél era el más realista o documental, este otro es el de la ilusión, la máscara, la metáfora; el plano simbólico, que en su puesta en escena tiene mucho de operístico. La conexión entre ambos planos: la herida que uno de los clientes deja en el rostro de Magdalena. La cicatriz que le dibuja una imborrable sonrisa. La ilusión de los hombres: la perpetua satisfacción femenina. ¿Y no son acaso las putas el perfecto ejemplo del cuerpo en su doble dimensión, la más puramente material y la más simbólica?

Este carácter de ensayo en torno al cuerpo de la mujer en su condición de mercancía (de lujo, aquí) y de pantalla en la que se proyecta la fantasía masculina, pero también en toda su fisicidad, necesidad y belleza, es sin duda lo más interesante del filme de Bertrand Bonello. Lo hace con un trabajo formal impecable. L’Apollonide es memorable porque es de una belleza exquisita, casi dolorosa. Lo más sorprendente, sin embargo, es el hecho de que, tratándose de una película dirigida por un hombre, no caiga en la típica mistificación masculina de las putas, a la que nunca ha escapado casi ningún autor, no importa de qué género de expresión se trate. Esa que se recrea en su oscura belleza (o fealdad, no importa en este caso) y su placer, oscuro también. Un punto de vista, en definitiva, que no es sino el de sus clientes, puesto que lo son. El de los consumidores que se construyen un relato en torno al objeto que compran, pues ese relato es inextricable de su consumo, forma parte de él. Son incapaces de objetivar ese relato. Carecen de cualquier necesidad o interés en hacerlo. Es más, se sentirían perjudicados por ello. Destruirían su objeto de consumo. Por el contrario, Bonello pone esa mistificación al descubierto. Nos muestra la construcción, la operativa de la puta como epítome de la mujer objeto-de-posesión-y-consumo, de la mujer como objeto de la fantasía y la proyección masculina.

Lo más sorprendente es el hecho de que, tratándose de una película dirigida por un hombre, no caiga en la típica mistificación masculina de las putas.

Para ello, Bonello se sitúa en L’Apollonide como observador externo al tiempo que capta el punto de vista de ellas. En cuanto que observador externo y sensible, por supuesto que Bonello recrea la belleza de esas mujeres, como la del espacio donde viven y trabajan. Ambos son inequívocamente bellos y lujosos, es parte central de su condición, y la sublimación, aspecto central de cualquier experiencia material en torno al lujo con una importante dimensión simbólica. Pero Bonello muestra también otras facetas no sublimables: la rigurosa higiene, los controles ginecológicos -ambos realizados, como el propio trabajo, en total carencia de intimidad. Son, en efecto, mujeres públicas. Una falta de intimidad que se extiende a su vida personal: la casa de citas es un gineceo. Otras facetas cotidianas también dan a ver tanto la materialidad de los cuerpos como su dimensión personal: los almuerzos, las salidas al campo, siempre en común. Agradecemos la belleza de la escena campestre, que se retrate la belleza de las mujeres en un breve momento de libertad.

L’Apollonide contiene también una reflexión en torno a la libertad. Estas mujeres viven, al menos en su dimensión material, probablemente mejor, más cómodamente, que muchas de sus contemporáneas, pero lo hacen en un régimen de casi esclavitud respecto a la dueña del burdel. Las alternativas que se (les) plantean no entrañan en general un gran cambio. O, mejor dicho, están en consonancia con su condición de casi esclavas: esperan a un esposo rico que las manumite, aunque, ciertamente, para pasar a su servicio. Se produce al final del filme un gran salto temporal que nos sitúa en el presente. La protagonista principal, la prostituta con mayor grado de conciencia acerca de su condición y por ello, quizá, la que más sufre o necesita olvidar (no sólo al amante/cliente que la rechaza) en el humo del opio, aparece haciendo la calle. Ella está sola ahora. Parece más autónoma, aunque podría perfectamente no serlo. Es muy probable que haya un proxeneta fuera de campo. La única certeza es que ya no es un objeto de lujo. Ella y su entorno se han modernizado y vulgarizado. Ahora es un objeto de consumo de masas.

Nos queda, o al menos a mí me queda la duda, ingenua tal vez pero necesaria, de si dispone de algún espacio para construirse como sujeto.

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